Valerie Wright, Excristiana, Estados Unidos (parte 1 of 2)
Descripción: La historia de una adolescente estadounidense que descubrió el Islam gracias a muchas señales que Dios puso para ella.
- Por Valerie Wright
- Publicado 07 Jan 2013
- Última modificación 07 Jan 2013
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Podría decir que mi viaje hacia el Islam comenzó antes de que siquiera me diera cuenta de ello. Nací con una pérdida progresiva de la audición. Mi madre no se dio cuenta de que tenía problemas de audición hasta que tuve 4 años. Una vez se descubrió esto, recibí mis primeros audífonos, y comencé a asistir a una escuela donde se integraban niños sordos con otros que podían oír.
Al comienzo me pusieron en clases sólo con niños sordos. Luego comencé a asistir a algunas clases con niños oyentes, y tuve un profesor que vino para ayudarme a integrarme. Me sentí allí como en casa. No me di cuenta que estaba siendo preparada para dejar la escuela y asistir a una escuela pública convencional.
Una vez que cambié de escuela, tuve un ajuste de tiempo muy difícil. Mis traslados continuos a diferentes hogares complicaron más el asunto. Finalmente, en la secundaria, hallé algo de estabilidad. Viví en un pueblo muy pequeño de Texas llamado Wylie. Cuando tenía unos 12 años de edad, mi profesora de inglés era especial: Provenía de Turquía. Ahora bien, quien conozca Wylie sabrá que en aquella época esto era muy inusual.
La profesora había venido a mi pequeño pueblo en un programa de intercambio. Por supuesto, ella nunca habló sobre religión con mi clase, pero fue suficiente en ese momento con que yo la conociera. Ella consiguió que nos involucráramos en un proyecto de correspondencia con estudiantes de Turquía. Mi amiga por correspondencia era Jazmín. Aún guardo una carta que ella me envió, con una fotografía de mezquitas e iglesias unas al lado de las otras. El significado de esto no me resultó aparente en ese momento, pero esa era apenas una de muchas señales que Dios había elegido para mí.
Durante este período de mi vida, anhelaba estar cerca de Dios, agradarlo a Él y recibir Su amor. Me involucré mucho con la iglesia de mi abuelo. Él y sus hermanos fueron criados como pentecostales, y tanto su padre como su hermano eran pastores.
Todas las tardes volvía de la escuela y tocaba el piano. Lo tocaba para Dios y para sentirme en paz. Me habían enseñado que la alabanza a Dios se eleva al cielo como el olor del incienso. Me imaginaba esto mientras tocaba. A veces quería cantar un poco junto con la música, aunque la música solía expresar mis sentimientos intensos más de lo que podían hacerlo mis palabras.
Un día, sentí la presencia de Dios en la habitación junto a mí. Fue algo inmenso y abrumado. El aire se sentía muy pesado con la maravilla y majestuosidad de Su Ser. De repente dejé de cantar y mis dedos se congelaron sobre el piano. Comencé a temblar. No sabía qué hacer. Entonces, lentamente y por instinto (o más bien, debería decir, por la guía de Dios) le di la espalda al piano y me postré sobre mis rodillas y mi cabeza.
Los temblores y anhelos inundaron mi alma. Perpleja, pensé simplemente: “Dios, úngeme por favor. Hazme especial. Haz que Te sirva.” Permanecí postrada por algunos minutos más, entonces, con un suspiro profundo, me levanté y retomé mis actividades usuales.
En otra ocasión, por la misma época de mi vida, estaba en mi escuela donde los padres y los estudiantes se habían reunido para una asamblea de premiación académica. Se mencionó mi nombre y fui a recibir mi premio. Después, mi madre me dijo que algo muy extraño había ocurrido. Dijo: “Mientras caminabas para tomar tu premio, una mujer extraña se me acercó, alguien que no conozco. Me dijo: ‘Cuando miro a tu hija siento que debo decir que Dios tiene un plan para ella’.” Me pregunté durante mucho tiempo cuál podría ser Su plan para mí.
Me sentía deprimida por las numerosas restricciones de la iglesia pentecostal de entonces. No podía comprender con claridad su propósito. También me molestaban mucho las cosas que leía en la Biblia, y cuando preguntaba al respecto, no recibía respuestas satisfactorias. De hecho, mis preguntas eran recibidas con desaprobación. De modo que mi madre y yo comenzamos a asistir a otra iglesia, y de nuevo, en dos ocasiones distintas, dos desconocidos diferentes se acercaron a mi madre y le dijeron que Dios tenía un plan para mí.
Recuerdo que pedí una reunión privada con un pastor para hablar. Una de las preguntas que le hice fue: “¿Iré al cielo?” “Bueno, ¿crees en Jesús?,” me preguntó. “Ss…íi,” respondí. “Entonces irás al cielo,” dijo. En mi interior no quedé satisfecha con tal respuesta. Tenía mis dudas. Llegó el verano y fui a un campamento de la iglesia, donde ocurrieron dos acontecimientos trascendentales.
Primero, el pastor con el que había hablado nos dijo a todos los jóvenes que estábamos presentes que pasáramos al frente de la sala si queríamos que oraran por nosotros. “Si sientes como si tuvieras una barrera entre tú y Dios, y quieres que rece para que esas barreras caigan y puedas acercarte a Dios, ven acá,” dijo. Yo estaba entre muchos otros que formamos una línea al frente. Nos quedamos de pie y él comenzó a poner su mano en la frente de cada persona haciendo una súplica. Fue cuando sucedió algo muy extraño: Todos ellos cayeron de espaldas sin siquiera doblar las rodillas, ¡como dominós! Comencé a sentirme un poco nerviosa. “¿Qué está pasando?,” me preguntaba.
El pastor llegó a mí. Me dio una palmada en la frente y me empujó un poco. Me balanceé sobre mis pies y permanecí de pie, mientras él iba en línea y los demás seguían cayendo. Al final, sólo unos pocos de nosotros quedamos levantados. Me quedé pensando en qué había pasado con los caídos y por qué yo era diferente. ¿Me había perdido de algo?
Otra experiencia ocurrió cuando el pastor de mi profesor de juventudes estaba dando una lección muy emotiva a cientos de jóvenes. Entonces, de manera inesperada me miró directamente y dijo: “Valerie, levántate.” Me levanté y él continuó: “Quiero que sepas que Dios quiere sanar tus oídos.” Él pensó que estaba lleno del Espíritu Santo para decir esto con autoridad.
Puso sus manos sobre mis oídos y oró. No ocurrió nada. Yo estaba muy avergonzada. Al siguiente domingo, uno de los estudiantes de mi clase le preguntó por qué, si todo era posible en el nombre de Cristo, a veces las súplicas no eran respondidas. El pastor no me miró, pero lanzó un bolígrafo hacia donde me encontraba. “Dios da respuesta a las súplicas,” respondió, “pero a veces la gente no tiene suficiente fe para recibirla.” Mi madre y yo estábamos muy disgustadas por esto, por supuesto, y dejamos esa iglesia.
Estuve un tiempo a la deriva, sin asistir a ninguna iglesia en particular de manera regular. Me sentía perdida. Sentía que había fallado y que de alguna manera estaba haciéndolo todo mal. Sabía que nunca sería perfecta, pero tampoco me sentía bien. Una sensación indefinible permanecía siempre en el fondo de mi mente.
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