Mi, excristiana, Estados Unidos (parte 1 de 3)

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Descripción: La hija de un predicador bautista sureño encuentra su camino hacia el Islam. Parte 1: Crecer como cristiana devota.

  • Por Mi
  • Publicado 12 Oct 2015
  • Última modificación 12 Oct 2015
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"En mi mente no había nada malo con el cristianismo. Yo estaba perfectamente bien con él. Tenía preguntas y no había sentido el mismo fervor que experimenté cuando adolescente, pero solo tenía que sacudirme las preguntas, rezar y continuar siendo fiel, con la esperanza de que mi cambio llegaría. Mi búsqueda de educación cambió esta opinión".

Pido a Dios que todo aquel que lea mi historia, sea cual sea la fe que pueda practicar, le sea transmitido el mensaje de la sumisión a la voluntad de Dios y de mantenerse en constante búsqueda de conocimiento. Amén.

Gritar, hablar en lenguas, un coro acompañado por un piano Hammond B3 y una batería, entre otras cosas, eran parte de mi educación religiosa. Cuanto más fuertes eran los sonidos, me parecía que eran más agradables a Dios. Fui educada para ver esos actos como algo normal. Así fue como se formó mi iglesia. Mi padre era y sigue siendo un predicador bautista sureño. A los siete años dediqué mi vida a Cristo y fui bautizada por mi padre en su iglesia. Mi hermana y mi cuñado eran ministros de música en la iglesia a la que mi madre y yo asistíamos después del divorcio de mis padres. En mi adolescencia, yo estaba llena de fervor y reverencia hacia Dios. Y por ello quería llevar una buena forma de vida cristiana, esforzándome por ser como Cristo, tal como nos enseñaron. Quería compartir mis creencias con los demás, con la esperanza de llevarlos hacia la salvación, pidiéndole a Jesús que entrara en sus corazones para que su gran sacrificio pudiera lavar sus pecados, y así ellos regresaran a él. En mi mente, no había nada malo con el cristianismo. Yo estaba perfectamente bien con él. Tenía preguntas y no había sentido el mismo fervor que experimenté cuando adolescente, pero solo tenía que sacudirme las preguntas, rezar y continuar siendo fiel, con la esperanza de que mi cambio llegaría. Mi búsqueda de educación cambió esta opinión.

Mi hermana nos llevó a mi madre y a mí a una nueva iglesia que se convirtió en nuestra iglesia después del divorcio de nuestros padres. La amábamos. La música era genial, el predicador tenía un título en Teología, ¡y teníamos un coro de jóvenes! Y, más importante, estos grupos de personas eran en su mayoría negros, tenían micrófonos con los que la música y la prédica sonaban muy fuerte, y éramos bienvenidas todos los domingos. A los 16 años de edad, mientras visitaba a mi papá en las montañas, un joven predicador blanco amigo suyo pasó por su casa. Lo conocí, le estreché la mano y seguí haciendo lo que estaba haciendo. Él estuvo hablando con mi padre en la cocina. El predicador preguntó si yo era salva y mi padre le dijo que sí. El hombre le pidió hablar conmigo y me llamó a la cocina. El hombre comenzó a profetizar (una práctica de reportar información proveniente de Dios, comunicada a una persona para que se la diga a otra). Afirmó que yo sería ministra, y que comenzaría a hablar en lenguas con más fervor, y que encontraría en mi iglesia a una mujer que sería mi mentora. Terminó su mensaje con una oración que hizo sobre mí y eso fue todo. Mi padre y yo discutimos después, del mismo modo en que solíamos discutir los asuntos espirituales. Cuando regresé a casa, recé y le pedí a Dios que me mostrara quién era esa mujer, y le pedí el don de hablar en lenguas, y también el valor de acercarme a mi nuevo pastor para preguntarle si podía ser ministra. Al final, se cumplieron dos de tres cosas. Quería asistir a lo que llamábamos "cadena de oración" en la que sentíamos que rezábamos por aquellos que no conocíamos en un idioma desconocido pero piadoso. Eso solo puede ser descrito a la persona ajena a ello como algo que suena a galimatías (sin ofender a nadie). Saqué el valor para hablar con el pastor y él me recibió en la clase. Solo habíamos dos adolescentes en la clase. Estaba muy orgullosa. En una tarea, teníamos que hacer un sermón, el cual presenté al pastor y él me dijo que era un trabajo excepcional.

A mis 17 años, la clase de entrenamiento de ministros se había pospuesto o retrasado tanto, que me gradué de la preparatoria y entré a la universidad. Todavía tenía la esperanza de ser obediente a Dios mientras estuviera en la universidad. El pastor rezó por nosotros para que nos mantuviera fieles a nuestros valores y nuestra moral, y nos envió en nuestro camino. La universidad pasó en un abrir y cerrar de ojos. No hubo encuentros íntimos salvajes. Me mantuve alejada del equipo de fútbol, pues ellos eran los que buscaban esos encuentros salvajes, y nunca consumí drogas. Me uní a la banda marcial, asistía a la iglesia, trabajaba y estudiaba. Conocí y salí con dos muchachos diferentes en dos épocas distintas. En ambas relaciones, hablamos de matrimonio, como era la costumbre según nuestras enseñanzas, pero tristemente nuestras relaciones terminaron. Con toda honestidad, de ambas relaciones salí con el corazón roto.

En realidad, una de las relaciones llegó al punto del compromiso. Sin embargo, la ruptura provocó en mí una tristeza profunda que no podía quitarme de encima. Me gradué, trabajé en el área por otro año y me mudé a seis horas de distancia esperando casarme. Una vez rompí el compromiso, estaba muy enojada con Dios. Sentía que había hecho todo lo que Él me había pedido. Confié en mi instinto, el que interpreté como Dios guiándome, ¡y esto fue lo que ocurrió! (Mirando en retrospectiva, las relaciones fueron complejas, pero la situación empeora cuando tienes pocas habilidades de comunicación y no escuchas al otro. Y yo era así.) Permanecí tendida en mi cama llorando durante horas. Cuando sentí que ya no podía llorar más, encontré mi frasco de pastillas para dormir y tomé un puñado, tratando de dormir de forma indefinida. Lo siguiente que recuerdo después de sentirme enferma, es que llamé a mi madre y ella me dijo que me había comprado un pasaje para que volara de regreso a casa.

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