Sana, excristiana, Egipto (parte 2 de 2): El poder del Corán

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Descripción: Una muchacha cristiana tradicional encuentra respuestas a sus preguntas en el Corán, pero enfrenta muchas dificultades por parte de sus amigos y familiares después de su conversión.

  • Por Sana
  • Publicado 12 Aug 2013
  • Última modificación 12 Aug 2013
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Pobre Mejor

Mis manos temblaban más y más y mi rostro sudaba. Sentí un escalofrío por todo mi cuerpo. Estaba sorprendida con esa sensación. Había escuchado el Noble Corán a menudo en las calles, en la televisión y la radio, y en las casas de mis amigas musulmanas, pero nunca había tenido ese sentimiento antes. Quería seguir leyendo, pero me detuve al escuchar el sonido de la llave de mi esposo en la cerradura. Al día siguiente, fui a trabajar con una gran cantidad de preguntas en mi cabeza. El versículo que leí puso final a la duda inquietante sobre la naturaleza de Jesús, la paz sea con él. ¿Él es el Hijo de Dios, como afirman los sacerdotes? —¡Glorificado sea Dios [Exaltado sea] por encima de todo [el mal] que Le asocian!— ¿O es un Profeta digno como se describe en el Corán? El versículo vino a levantar la niebla, al declarar que Jesús, la paz sea con él, es un ser humano. Por lo tanto, no es el Hijo de Dios, puesto que Dios Todopoderoso:

“No engendró ni fue engendrado. Y no hay nada ni nadie que sea semejante a Él”. (Corán 112:3-4)

Pensé profundamente acerca de lo que debía hacer después de conocer la verdad eterna de que no existe divinidad merecedora de adoración sino solo Dios, y que Muhammad es Su Mensajero. ¿Podía declarar mi adopción del Islam? ¿Cuál sería la reacción y la actitud de mis parientes y de mi esposo? Por otra parte, ¿cuál sería el futuro de mis hijos? Estas preguntas preocupaban mi mente tanto que difícilmente podía cumplir con mi trabajo. Tomar el primer paso quizás me expondría a grandes peligros, el menor de ellos ser asesinada por mi familia, mi esposo o mi iglesia.

Durante semanas me alejé de la gente. Mis colegas solían verme como una empleada activa. Desde el día en que abrí el Noble Corán, difícilmente podía trabajar. Finalmente, el día esperado llegó. Ese día, me deshice de todas mis dudas y temores, y pasé de la oscuridad de la incredulidad a la luz de la fe. Mientras estaba sentada en mi trabajo ese día, pensando sobre lo que había decidido hacer, escuché el llamado a la oración invitando a los musulmanes a reunirse con su Señor y realizar la oración del Duhur. La voz del almuecín penetró profundamente en mi alma. Sentí el alivio espiritual que estaba buscando. En ese momento me di cuenta de la gravedad de mi pecado de incredulidad, ignorando el gran llamado del Iman (fe) dentro de mí. Y entonces, sin dudar, me levanté declarando: “Atestiguo que no existe divinidad digna de adoración sino solo Dios y que Muhammad es Su Mensajero”.

Completamente estupefactos, mis colegas se lanzaron hacia mí con lágrimas de felicidad en sus mejillas para felicitarme. Mi repuesta fue echarme a llorar, pidiéndole a Dios que me perdonara y que estuviera complacido conmigo. La noticia se divulgó en la Oficina General de la Gobernación. Cuando mis colegas cristianos escucharon la noticia, voluntariamente les informaron a mi familia y a mi esposo. También comenzaron a esparcir rumores sobre mí respecto a las razones directas de mi decisión. No le puse atención a esto. Lo más importante para mí era anunciar mi Islam oficialmente. Fui a la Central de la Policía y terminé oficialmente el asunto (como hace en Egipto quien se convierte al Islam). Regresé a mi casa para descubrir que tan pronto como mi esposo escuchó la noticia, se reunió con mis parientes, quemaron toda mi ropa y se apoderaron de todo el dinero, la joyería y los muebles que poseía. Eso me dolió. Pero lo que más me dolió fue que alejaron de mí a mis hijos. Mi esposo hizo esto para obligarme a regresar a la oscuridad de la infidelidad. Sentía mucho lo de mis hijos y temía que si eran criados en las iglesias acabarían creyendo en la Trinidad, y terminarían en el Infierno junto con su padre.

Le supliqué a Dios para que me devolviera a mis hijos de modo que pudiera criarlos islámicamente. Dios me respondió. Un caballero musulmán me mostró cómo reclamar la custodia de mis hijos. Fui a la corte a poner el caso frente a un juez y presenté mi certificado de declaración de mi Islam. La corte apoyó la verdad. El juez invitó oficialmente a mi esposo y le dio dos opciones: O aceptaba el Islam, o el estatus marital entre nosotros dos terminaría de acuerdo a la legislación islámica: no se permite a una mujer musulmana casarse con un hombre que no sea musulmán. Mi esposo eligió arrogantemente no aceptar la religión verdadera. Como resultado, el juez hizo su declaración de separarnos y me dio el derecho de la custodia de mis hijos. En tal caso, cuando los niños son menores de la edad de la razón, la ley designa al padre musulmán como custodio.

Creí que mis problemas habían terminado. Sin embargo, estaba molesta por el maltrato de mi exesposo y de mis parientes. Ellos comenzaron a difundir rumores para destruir mi reputación y difamarme. Trataron también de convencer a otras familias musulmanas de no ayudarme ni socializar conmigo. A pesar de todas esas molestas circunstancias, me mantuve fuerte, apegada a mi fe y superando cada prueba que quería sacarme de la religión verdadera. Elevé mis manos en súplica a Dios, el Dueño de la Tierra y de los cielos, pidiéndole que me diera fuerza para enfrentar estas dificultades y que facilitara mi vida. Dios, el Más Generoso, me respondió. Una viuda musulmana que tenía cuatro hijas y un hijo, simpatizó conmigo y admiró mi actitud valiente. A pesar de que era pobre, tenía un gran carácter y me ofreció a su único hijo, Muhammad, quien había enviudado también, para casarme con él.

Hoy día vivo feliz con mi esposo musulmán, su familia y mis hijos. A pesar de la dura vida que llevamos, me siento contenta, satisfecha y feliz. La hostilidad de mi exesposo y de mi familia cristiana no me impide suplicar continuamente a Dios para que los guíe hacia la religión verdadera, y para que les muestre Su misericordia, tal como hizo conmigo.

Y para Dios nada es duro ni difícil.

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