Dr. Moustafa Mould, exjudío, Estados Unidos (parte 4 de 5)
Descripción: Después de un viaje espiritual de casi 40 años, un lingüista judío de Boston halló el Islam en África. Parte 4.
- Por Dr. Moustafa Mould
- Publicado 24 Mar 2014
- Última modificación 26 Mar 2014
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¡Entonces me enamoré! Ella era una viuda somalí inteligente, ingeniosa, encantadora y joven, con dos hijos jóvenes y guapos. Su inglés era muy limitado, y mi somalí era inexistente, pero podíamos comunicarnos fácilmente en swahili. Hablamos de matrimonio, pero había algunos problemas prácticos.
Yo sabía que no podía quedarme mucho más tiempo en la Universidad de Nairobi; ellos estaban tratando de africanizarla lo más rápido posible, y para ellos yo solo era otro extranjero blanco. Antes de hacerme más viejo, necesitaba un trabajo nuevo, posiblemente una carrera nueva, quizás con el Departamento de Estado o con una agencia sin ánimo de lucro. Desde el punto de vista de ella, el obstáculo era simplemente que yo no era musulmán. Yo pensé erróneamente que cualquier musulmana podía casarse con alguien de la Gente del Libro, pero ella me corrigió prontamente: los hombres pueden hacerlo, las mujeres no.
Ella me hablaba sobre el Islam, y yo había aprendido algunas cosas de mis colegas y otras personas. Yo ya creía en Dios el Uno, Quien fue el Creador del universo y de todo en él. También creía ya en los conceptos islámicos de tawhid y shirk y sabía acerca de la falacia de creer en cosas como la astrología o la quiromancia. Durante mucho tiempo, había creído que Jesús era uno de los profetas, y creía que Muhammad, Dios lo bendiga, fue un Profeta y un Mensajero, y había dejado de ser relevante para mí el que Muhammad no fuera un profeta judío.
Había dejado de comer cerdo, no jugaba (juegos de azar) y muy rara vez bebía cualquier cosa más de una copa ocasional de vino en una cena gourmet. Desde mis días en los Cuerpos de Paz, ya me sentía más cómodo con las nociones africana e islámica de modestia, crianza de los hijos, etc., que con la “revolución sexual”, los “ismos” y el fenómeno de las familias desintegradas que surgieron en las décadas de 1970 y 1980 en los Estados Unidos. No parecía haber mucho que pudiera evitar que me hiciera musulmán. Estaba tan cerca en 1983, peroentonces, ¿cuál era el problema?
De hecho, había dos. Primero, estaba el asunto de mi identidad y mi herencia. Me imagino que para un cristiano no debe ser tan traumático cambiar de una religión a otra. Si un católico alemán se vuelve luterano, o incluso judío o musulmán, sigue siendo alemán. Es cierto que yo me sentía estadounidense primero y judío después —nunca pude considerarme ruso—. Pero en Estados Unidos, nación de inmigrantes, incluso los más aculturados le dan alguna importancia a los orígenes nacionales o étnicos de sus familias. A pesar de que no quería lidiar con los judíos como judíos ni como comunidad, me resistía a perder esa identidad.
El segundo obstáculo era mi familia. Si bien no eran ortodoxos, la mayoría eran muy tradicionales y todos eran pro Israel, algunos eran sionistas ávidos y muchos consideraban a los árabes como enemigos, y yo pensaba que seguramente consideraban a los musulmanes como enemigos. Temía que me iban a repudiar como loco o incluso traidor. Lo peor para mí, pues seguía amándolos, era que saldrían heridos.
Primero lo primero: dejé ese problema en el aire y cuando mi contrato expiró, no lo renové sino que regresé a los Estados Unidos con la esperanza de encontrar otro trabajo, preferiblemente de regreso en África Oriental. Fue terriblemente difícil. No tenía casa, ni ingresos, ni siquiera un traje para las entrevistas. Invertí en un traje de lana, tres corbatas y un abrigo de invierno —fue mi primer invierno en 20 años—, conseguí algunos libros sobre cómo escribir una hoja de vida y un formato SF171, y me quedé con un amigo en Washington, intentando en todas las agencias gubernamentales, consultando firmas y organizaciones privadas de voluntariado que tuvieran algo que ver con África, hasta que se me acabó el dinero. Tuve que regresar a Boston y quedarme con mi hermana, donde tenía comida y refugio, pero estaba lejos de los puestos de trabajo. Además, yo estaba pasando por un caso grave de choque cultural. Así que ahí estaba: quebrado, en invierno, con un choque cultural en medio de mi crisis de la adultez, enamorado y tomando antidepresivos.
Ahora puedo bromear al respecto, pero el dolor y el temor en esos días eran intolerables. Por primera vez en mi vida adulta, comencé a rezar. Recé duro y con frecuencia. Me prometí que, si podía regresar a África y casarme con mi amada, declararía mi sumisión a Al-lah y me haría musulmán.
Conseguí un trabajo temporal realmente horrible en un almacén, que al menos me daba para la comida, los pasajes de bus y el lavado de la ropa, y luego uno mejor pero vergonzoso como recepcionista en una oficina de consejería de una universidad local. Pude ver que los cuatro psicólogos yuppie me veían como un perdedor de 42 años de edad, y yo estaba bastante de acuerdo con ellos. Por vergüenza, no dije nada sobre mí, pero cuando el teléfono paraba de sonar con estudiantes en pánico a mitad de semestre, estaba leyendo los clasificados de trabajos y escribiendo cartas de aplicación. Encontré que una agencia gubernamental estaba contratando profesores de inglés para Egipto —suficientemente cerca— y apliqué de inmediato. Una semana después, otra agencia a la que había aplicado hacía seis meses, me invitó al D. C. para una entrevista.
En cuanto llegué a Washington llamé para del trabajo de profesor de inglés para ver si podía obtener una entrevista, ¡pero ya no quedaban vacantes! A pesar de ello, pedí una reunión con ellos, solo en caso de que surgiera algo después. Obtuve la entrevista, y fue entonces cuando me dijeron: “A propósito, pronto tendremos abierta una vacante, pero es en Somalia”.
“¡Somalia!”, prácticamente grité, “¡es fantástico!”
“¿Lo es?”, me preguntó ella con incredulidad.
“Claro, me encantaría ir allá. Ya estoy familiarizado con la cultura y la religión”, dije muy fuerte, pero pensando para mí que solo había una hora de Mogadishu a Nairobi, y que podría reunirme con mis futuros parientes políticos. Le di mis referencias, las que ella conocía personalmente. Ella dijo que los llamaría y que en lo que a ella concernía si me interesaba el trabajo, probablemente lo tendría.
Terminé mis entrevistas en la otra agencia. Ellos incluso me mostraron el cubículo en la oficina sin ventanas donde probablemente trabajaría, y regresé a Boston, eufórico. Podría tener una posibilidad, gracias a Dios. ¡Pero qué posibilidad era!: un contrato renovable a un año, en una oficina caliente y polvorienta —pero africana— cerca al Océano Índico, o una carrera en un trabajo de servicio civil con un plan de retiro en una oficina sin ventanas en Virginia del Norte.
Dos semanas después, ella me llamó para ofrecerme el trabajo de director del programa de inglés en Mogadishu diciéndome que tenía 48 horas para pensarlo. Todos me decían que la opción era obvia, tenía que aceptar el trabajo con pensión en Washington, de otro modo estaría de nuevo en el punto de partida en uno o dos años. Sostuve que yo era un africanista, y que la experiencia me ayudaría, y haría buenos contactos. Acepté el trabajo y comencé a hacer mis preparativos. Un par de semanas después, la otra agencia me envió una nota breve, sin explicaciones, informándome que no tendría el trabajo sin ventanas.
Alhamdulil-lah, hubiera podido terminar fácilmente sin ninguno de los dos trabajos, pero Al-lah me guio hacia la decisión correcta. Ahora tenía empleo y probablemente me casaría. Di mi aviso de renuncia en la universidad, y en mi último día escribí una carta a los psicólogos informándoles que me iba para aceptar un cargo de director de proyecto en la Embajada de los Estados Unidos en Somalia, firmado: M. Mould, Ph. D.
Por supuesto, tuve que parar en Nairobi durante algunos días en mi viaje a Mogadishu, donde tuve un rencuentro emotivo con la hermana somalí. Traté de hacer algunos planes futuros, pero el problema era que había sido contratado como soltero, lo que significaba que no tenía beneficios para familia ni alojamiento. Además de esto, no tenía idea de cómo sería Somalia o mi trabajo ni cuánto tiempo estaría allí. Creía que podría visitarla a menudo, y siempre estaba el teléfono. También, ella podría venir a visitar a su familia, a la que no veía desde su infancia.
El trabajo era interesante, poco de enseñanza, principalmente administración y gestión, y tratar con los funcionarios de la embajada. La mayoría de mis estudiantes eran empleados oficiales de alto rango, y algunos de ellos se hicieron buenos amigos míos. Fuera del trabajo, la historia era muy distinta. La cultura y la atmósfera en la Somalia urbana eran más medio orientales que africanas. Durante mis siete años en Uganda y Kenia, aprendí los idiomas y la gente fue abierta y amigable, y nunca tuve problemas ajustándome o adaptándome, siempre me sentí como en casa. Mogadishu me provocó un choque cultural. No conocía el idioma, nadie sabía swahili, y los somalíes educados sabían italiano, no inglés. Todas las señales y letreros estaban en somalí. Lo peor eran las comunicaciones. Las líneas telefónicas permanecían atestadas, la oficina postal sofocaba de calor, y el único servicio que era eficiente era el telégrafo. El correo no era nada fiable, excepto la bolsa diplomática. A veces, era casi imposible ponerme en contacto con Nairobi.
No me malentiendan. Yo era muy feliz allí, disfrutando los paisajes y los olores, la comida italiana y somalí, mi vista del océano, que estaba a poca distancia de mi casa y mi oficina, y descubriendo una cultura nueva. Vivía en el centro, en una de las secciones más viejas, detrás de la embajada italiana, y era despertado temprano en las mañanas por un adhan hermoso desde el altavoz de una mezquita cercana. Trabajaba con calendario musulmán: de domingo a jueves, de 7 a 3. Los viernes caminaba por ahí, y a menudo me encontraba fuera de una pequeña mezquita detrás de la embajada estadounidense, y mientras la mirra y el incienso salían de las puertas en los callejones, me detenía y escuchaba los sonidos del Jumu’ah.
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