Dr. Moustafa Mould, exjudío, Estados Unidos (parte 3 de 5)
Descripción: Después de un viaje espiritual de casi 40 años, un lingüista judío de Boston halló el Islam en África. Parte 3.
- Por Dr. Moustafa Mould
- Publicado 17 Mar 2014
- Última modificación 17 Mar 2014
- Impreso: 56
- Visto: 11,868 (promedio diario: 3)
- Clasificado por: 0
- Enviado por email: 0
- Comentado: 0
Regresé a casa pasando por Oriente Medio y Europa, pero específicamente hice una parada en Israel. Era 1969. Ya no era sionista, pero aun así, me sorprendía cuán decepcionado estaba. Sé que parte de la razón fue el choque cultural de dejar una pequeña ciudad rural africana, y a la gente y el trabajo que amaba. Sin embargo, estaba sorprendido por la brusquedad y la arrogancia de los israelíes que conocí —muy al estilo del estereotipo estadounidense de los franceses—. Desde una perspectiva arqueológica e histórica, fue una buena experiencia, pero no puedo olvidar cuán alienado me sentí de la cultura y de la gente que se suponía que era mi pueblo.
Me negué en principio a visitar Cisjordania —eso fue antes de que comenzaran a construir asentamientos— excepto Jerusalén oriental, no pude resistirlo. Estando de pie frente a la pared del templo de Salomón, la Cúpula de la Roca y Al Aqsa, tuve una sensación intensa que no pude describir en ese momento. Ahora puedo describirla: fue un sentimiento de santidad; no es de sorprender que su nombre islámico sea Al Quds. Pero me afectó mucho ver directamente la discriminación y el estatus de segunda clase de los palestinos, incluso los que son ciudadanos. Había sido criado en una subcultura estadounidense donde los judíos siempre habían estado a la vanguardia de los derechos civiles, de las luchas laborales y de las libertades civiles. Para mí, lo que encontré en Israel no era judío.
Los siguientes diez años, entre 1969 y 1979, los pasé en Los Ángeles. Me había perdido 1968, uno de los años más importantes y turbulentos en la historia moderna estadounidense. Aunque no era de sorprenderse, estaba muy descorazonado a mi regreso a los Estados Unidos. Los negros se habían separado voluntariamente de los blancos, el SDS se había convertido en un manojo de maoístas delirantes, la libertad de expresión había degenerado en el discurso asqueroso. Ya no podía ser político de nuevo, excepto por alguna demostración ocasional antiguerra o anti Nixon. Estaba tan atraído como repelido por el hedonismo de la California de la década de 1970. Estuve tentado a seguir una vida licenciosa, y lo hice sin entusiasmo, pero —gracias a Dios por mi fitrah y mi buena crianza judía— no fui demasiado lejos; principalmente, me dejé crecer el cabello y la barba. Estaba demasiado absorto en mis estudios, obteniendo mi doctorado, enseñando, casándome y luego divorciándome, y buscando un trabajo académico decente.
Dos cosas durante aquella década son relevantes para esta historia. Brevemente, el gobierno del partido Likud en Israel, la construcción de asentamientos de colonos, y el tratamiento brutal de los palestinos, sin mencionar la alianza israelí con Suráfrica, me repugnaron y me enfurecieron, y me convirtieron de un no sionista a un manifiesto antisionista. Incluso peor para mí fue el apoyo ciego de la comunidad judía estadounidense, que yo creía se opondría al Likud, al menos silenciosamente. ¿No estábamos acaso de acuerdo, unos pocos años antes, que Menájem Beguin y su gente eran unos lunáticos?
Muchos de los colonos entrevistados en las noticias de televisión, eran obviamente judíos estadounidenses. ¿Cómo podían haber crecido en este país con estos valores estadounidenses —y judíos—, haber vivido la revolución de los derechos civiles, y luego irse a hacer lo que estaban haciendo allá? Había más oposición judía en Israel de la que había en los Estados Unidos. Me sentí traicionado, avergonzado, indignado. Había, por supuesto —y hay— otros judíos que sienten lo mismo que yo, principalmente los de izquierda, pero solo unos pocos se pronunciaron al respecto. Fueron notables I. F. Stone, un periodista radical y uno de mis héroes; y Noam Chomski, cuyos escritos políticos sobre la guerra de Vietnam y Palestina fueron tan revolucionarios como su teoría de la lingüística.
En 1979, recientemente divorciado, incapaz de colocarme como profesor asociado y extrañando África, regresé como profesor asistente de lingüística en la Universidad de Nairobi. Mi padre había fallecido hacía un par de meses y tenía que irme. Me hice amigo de varios miembros de la facultad, en particular de mi jefe de departamento y de un profesor de historia, ambos musulmanes de Mombasa, y del profesor de árabe, mi vecino sudanés. A menudo almorzaba con ellos en el comedor de la universidad, y por respeto a ellos (y vergüenza, porque sabía que ellos sabían que yo era judío), nunca comí cerdo cuando estaba con ellos. En poco tiempo dejé el cerdo por completo. A menudo hablábamos sobre Oriente Medio, Islam y judaísmo, y me sorprendió ver que ellos podían ser anti Israel sin ser antijudíos. A ellos les sorprendió que yo fuera judío anti Israel.
Teniendo mucho más tiempo libre del que había disfrutado en mucho tiempo, decidí ponerme al día con mi creciente lista de lectura. Releí la Biblia, el Antiguo Testamento, para aclarar cierta confusión sobre la cronología en la historia antigua. También leí el Nuevo Testamento porque nunca lo había hecho. Y también releí el Corán. No sabía nada sobre historia islámica temprana, sirah o hadiz, pero las aprecié más esta vez. Tuve de nuevo esa reacción, pensé: ¿Por qué tiene que ser tan crítico con los judíos?, pero mi memoria se refrescó recientemente, y recordé que la propia Torá y el resto del Antiguo Testamento son igualmente críticos, si no más, que el Corán. ¿Acaso los judíos aprendieron finalmente la lección y se convirtieron realmente en la Gente del Libro cuando fueron expulsados de Israel y Jerusalén por segunda vez, y cuando los rabinos, sinagogas y oraciones remplazaron los sacerdotes, el templo y los sacrificios? ¿Y qué decir de los judíos de Medina? Ellos claramente eran reprobables, pero parecían tan diferentes de nosotros los judíos europeos, incluso de los judíos sefardíes de la época de los califas; ¿acaso ellos, como los judíos etíopes y chinos, carecían del Talmud? Todavía siento curiosidad al respecto. En todo caso, esa visión resultó más tarde ser una barrera eliminada.
Alguien sabio dijo una vez que si tu fe es débil, solo pretende tener fe, y eso la fortalecerá. Los africanos, sean cristianos, musulmanes o paganos, son gente espiritual. Ser ateo es algo incomprensible y ridículo para ellos. Sabiendo eso, nunca dije que era ateo cuando me preguntaban sobre mi religión —algo que ocurría continuamente—. Respondía que yo, por supuesto, creía en Dios, en un Único Dios, pero no en ninguna religión en particular. Eso era básicamente cierto, o al menos eso quería creer. No puedo decir que tuve una epifanía o una iluminación mística como Pablo de camino a Damasco, ni una experiencia cercana a la muerte (en realidad tuve dos, pero sin ningún efecto religioso). Me parecía que, simplemente diciéndolo y pretendiéndolo, poco a poco llegaría a mí.
Me había convertido en un agnóstico o un deísta, como otro héroe mío, Thomas Jefferson. Quizás me uniría a la Iglesia Unitaria, un grupo popular, especialmente en Nueva Inglaterra, que acepta a Jesús como Profeta, y que incluye a muchos intelectuales liberales excristianos trinitarios y exjudíos, socialmente conscientes.
Otro factor que contribuyó fue mi incorporación en aquella época a la orquesta y coro sinfónicos de Nairobi. Era un grupo aficionado, pero eran excelentes. Me había ido con unos amigos a su concierto de pascua para escucharlos tocar el Réquiem de Mozart —música para una misa fúnebre—. Esa música, intensamente religiosa, era preciosa, sublime, impresionante e inspiradora. No era solo la belleza de la música, a pesar que esa era una parte importante, sino el mensaje: glorificar a Dios, hablar de la muerte, de la resurrección, del Juicio Final y de la vida eterna. Me conmovió hasta las lágrimas. Al día siguiente, fui y me inscribí para cantar en el coro.
Durante los siguientes tres años, canté obras maestras: misas, réquiems, oratorios —Beethoven, Brahms, Bach, Verdi—. Todas ellas cristianas; y algunas de ellas, por supuesto, hacían referencia a Jesús como divinidad, pero aquellas palabras no tuvieron efecto en mí, yo estaba ayudando a hacer música hermosa. Pero las partes que hablaban de Dios me tocaron profundamente y me ayudaron gradualmente a recuperar mi fe y mi creencia en Él. Por supuesto, hoy día no cantaría cosas como “sé que mi redentor vive”.
Agregar un comentario