Jerald F. Dirks, Ministro de la Iglesia Metodista Unida, Estados Unidos (parte 2 de 4)

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Descripción: Los primeros años y la educación de un Scholar de Harvard Hollis y autor del libro “The Cross and the Crescent”, desilusionado con el Cristianismo debido a la información recibida en su Escuela de Teología.  Segunda Parte.  Una falta de religiosidad, contacto con musulmanes, cuestionamiento propio y la respuesta.

  • Por Jerald F. Dirks
  • Publicado 31 Mar 2008
  • Última modificación 31 Mar 2008
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A medida que pasaban los años, comencé a interesarme mucho más en la pérdida de la religiosidad en la sociedad estadounidense en general.  La religiosidad es una espiritualidad y una moralidad viva, que respira dentro de los individuos y no debe ser confundida con la religión, que tiene que ver con los ritos, rituales y los credos dogmáticos de una entidad organizada, por ejemplo, la iglesia.  La cultura estadounidense parecía haber perdido su moral y su brújula religiosa.  Dos de cada tres matrimonios terminaban en divorcio; la violencia se volvía una parte cada vez más inherente de nuestras escuelas y carreteras; la responsabilidad individual iba en descenso; la disciplina se sumergía cada vez más bajo una moralidad que decía “si se siente bien, pues hágalo”; diversos líderes e instituciones cristianas se veían ensuciados por escándalos sexuales y financieros; y las emociones justificaban el comportamiento, por más odioso que fuera.  La cultura estadounidense se volvía cada vez más una institución en bancarrota, y me sentía muy solo en mi vigilia religiosa personal.

Me encontraba en esta disyuntiva cuando comencé a tener contacto con la comunidad musulmana local.  Unos años antes, mi esposa y yo habíamos estado investigando activamente sobre la historia del caballo árabe.  Eventualmente, y para asegurarnos de la calidad de unos papeles en árabe, esta investigación nos llevó a contactarnos con unas personas árabe-estadounidenses, que resultaron ser musulmanes.  Nuestro primer contacto fue con Yamal en el verano de 1991.

Luego de una conversación telefónica inicial, Yamal visitó nuestra casa y se ofreció para hacer las traducciones y guiarnos en la historia del caballo árabe en el Medio Oriente.  Antes de que Yamal se fuera esa tarde, preguntó si podía usar nuestro baño para lavarse antes de realizar sus oraciones; y nos pidió una hoja de periódico para usar a modo de alfombra de oración, para poder decir sus oraciones antes de irse de casa.  Desde luego, nos vimos obligados, pero nos preguntamos si no había algo más apropiado para darle en lugar de una hoja de periódico.  Sin darnos cuenta en ese momento, Yamal estaba practicando una forma muy bella de Dawa (prédica o exhorto).  No hizo ningún comentario sobre el hecho de que no éramos musulmanes, ni tampoco nos predicó nada sobre sus creencias religiosas.  “Simplemente” nos presentó su ejemplo, un ejemplo que hablaba a gritos, si es que uno era receptivo de la lección dada.

A lo largo de los siguientes 16 meses, el contacto con Yamal fue aumentado paulatinamente en frecuencia, hasta que pasamos a vernos cada una o dos semanas.  Durante estas visitas, Yamal nunca me predicó nada sobre el Islam, ni me cuestionó sobre mis propias creencias o convicciones religiosas ni tampoco me sugirió verbalmente que me convirtiese en musulmán.  Sin embargo, yo aprendía cada vez más.  Primero, estaba el constante ejemplo del comportamiento de Yamal al cumplir sus oraciones.  Segundo, estaba el ejemplo de cómo Yamal se comportaba en su vida diaria con una ética y moral impecables, tanto en su mundo profesional como en su mundo social.  Tercero, estaba el ejemplo de cómo Yamal se relacionaba con sus dos hijos.  Para mi esposa, la esposa de Yamal también fue un ejemplo similar.  Cuarto, siempre dentro del marco de ayudarme a comprender la historia del caballo árabe en el Medio Oriente, Yamal comenzó a compartir conmigo: 1) relatos de la historia árabe e islámica; 2) dichos del Profeta Muhammad, la paz sea con él; y 3) versículos coránicos y su significado contextual.  De hecho, cada visita incluía al menos 30 minutos de conversación en torno a algún aspecto del Islam, pero siempre presentado en términos de ayudarme intelectualmente a entender el contexto islámico de la historia del caballo árabe.  Nunca me dijo: “así son las cosas”, simplemente me decía “esto es lo que normalmente creen los musulmanes”.  Dado que no me estaban “predicando”, y puesto que Yamal nunca indagaba en mis propias creencias, no tenía la necesidad de justificar mi propia posición.  Todo se manejaba como un ejercicio intelectual, no como proselitismo.

Gradualmente, Yamal comenzó a presentarnos con otras familias árabes de la comunidad musulmana local.  Estaba Wa’el y su familia, Jaled y su familia, y otros más.  Consistentemente, observaba a personas y familias que llevaban vidas mucho más éticas que las de la sociedad estadounidense en la que estábamos inmersos.  Quizás había algo en la práctica del Islam que había dejado de lado durante mis años de universidad y seminario.

Para diciembre de 1992, comencé a hacerme serias preguntas sobre quién era y qué estaba haciendo.  Estas preguntas se vieron alimentadas por las siguientes consideraciones:

1)    A lo largo de los 16 meses previos, nuestra vida social se había centrado casi totalmente en el componente árabe de la comunidad musulmana local.  Para diciembre de ese año, probablemente un 75% de nuestra vida social la pasábamos con musulmanes árabes.

2)    Gracias a mi formación y educación de seminario, sabía cuánto había sido tergiversada la Biblia (y en ocasiones sabía cuándo, dónde y por qué), no creía en la trinidad ni tampoco en el carácter de “hijo de Dios” de Jesús, al menos no literalmente.  En pocas palabras, si bien ciertamente creía en Dios, era tan monoteísta como mis amigos musulmanes.

3)    Mis valores personales y mi sentido de moralidad estaban mucho más a tono con mis amigos musulmanes que con la sociedad “cristiana” que me rodeaba.  Después de todo, tenía los ejemplos amistosos de Yamal, Jaled y Wa’el como ilustraciones.  En pocas palabras, mi nostálgico anhelo del tipo de comunidad en el que había sido criado encontraba gratificación en la comunidad musulmana.  La sociedad estadounidense puede estar en una bancarrota moral, pero ese no parecía ser el caso para la comunidad musulmana con la que tenía contacto.  Los matrimonios eran estables, los esposos se comprometían mutuamente, y se hacía hincapié en la honestidad, la integridad, la responsabilidad individual y los valores familiares.  Mi esposa y yo habíamos intentado vivir nuestras vidas de esa manera, pero durante muchos años sentíamos que lo hacíamos en un contexto de vacío moral.  La comunidad musulmana parecía ser distinta.

Los distintos hilos se iban tejiendo en una única hebra.  Los caballos árabes, mi educación de la niñez, mi paso por el ministerio cristiano y mi formación de seminario, mi nostalgia de una sociedad moral, y mi contacto con la comunidad musulmana se entrelazaban cada vez más.  Las preguntas que me hacía a mí mismo llegaron a su fin cuando finalmente pude preguntarme qué me separaba exactamente de las creencias de mis amigos musulmanes.  Supongo que le podría haber hecho esa pregunta a Yamal o Jaled, pero no me sentía listo para dar ese paso.  Nunca había hablado con ellos de mis propias creencias religiosas y creo que tampoco quería incluir en nuestra amistad ese tema de conversación.  Como tal, comencé a sacar de la biblioteca todos los libros sobre el Islam que había adquirido cuando estaba en el seminario y la universidad.  Por más lejanas que fueran mis creencias de la postura tradicional de la Iglesia, yo seguía identificándome como cristiano, por lo que acudí a las obras de expertos occidentales.  Ese mes de diciembre, leí una media docena de libros sobre el Islam, todos escritos por autores occidentales, incluyendo una biografía del Profeta Muhammad, la paz sea con él.  Aún más, comencé a leer dos traducciones al inglés del significado del Corán.  Nunca hablé de esta búsqueda con mis amigos musulmanes.  Nunca les mencioné qué tipo de libros leía ni tampoco por qué lo hacía.  Sin embargo, en ocasiones les hacía alguna pregunta muy circunscripta sobre alguno de los libros.

Si bien nunca hablaba con mis amigos musulmanes sobre estos libros, mi esposa y yo teníamos numerosas conversaciones sobre el material de lectura.  Al llegar la última semana de diciembre de 1992, me vi obligado a admitirme a mí mismo que no encontraba nada en desacuerdo sustancial entre mis propias creencias religiosas y los conceptos básicos del Islam.  Si bien estaba listo para reconocer que Muhammad era un profeta (alguien que habla por inspiración) de Dios, y no tenía dificultad alguna en afirmar que no existe dios aparte de Dios, glorificado y alabado sea, seguía vacilando en tomar la decisión.  Estaba listo para admitirme a mí mismo que tenía más en común con las creencias islámicas tal como las entendía que con el Cristianismo tradicional de la iglesia organizada.  Sólo sabía muy bien que podía confirmar fácilmente – a partir de mi formación en el seminario –la mayor parte de lo que el Corán dice del Cristianismo, de la Biblia, y de Jesús, la paz sea con él.

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