Iman Yusuf, excatólica, Estados Unidos (parte 1 de 4)
Descripción: Cómo Dios le mostró la guía cuando ella anhelaba encontrar el camino hacia Él.
- Por Iman Yusuf
- Publicado 23 Jan 2017
- Última modificación 23 Jan 2017
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La conversión al Islam por parte de cualquier ser humano siempre es causa de asombro, y la mayor misericordia que Dios puede darle a quien Él ama. Sin embargo, en mi caso fue mucho más. En verdad fue un milagro, Alhamdulil-lah (alabado sea Dios).
Antes de siquiera conocer la palabra Islam o lo que era un "musulmán", Al-lah me guio a través de mi fitrah (la naturaleza innata que Dios nos ha dado) para deducir (con mi corazón y mi mente) exactamente cómo quería Él que viviera. Es una historia maravillosa, y todas las alabanzas Le pertenecen a Aquel que me guio.
Comenzando en el verano de 1981, este regalo del Islam me fue concedido lentamente a lo largo de un año, durante el punto más bajo y desafiante de mi vida.
Nací y fui criada en los Estados Unidos, pero mis abuelos provenían de Alemania y Austria.
Yo era una devota católica romana (devota en cuanto a practicar plenamente y creer de todo corazón en mi fe). Mi matrimonio había fracasado debido al hecho de que mi esposo no solo no era católico, sino que era ateo.
Si bien esto me perturbó, no fue causal de graves problemas en mi matrimonio, hasta que nació mi hija en 1979. A partir de ese momento, ello se convirtió en una fuente continua de frustración y dolor.
Aunque él me permitió bautizarla, no quería que fuera criada en ninguna religión. Ninguna cantidad de argumentos lo movía ni le recordaba que cuando se casó conmigo firmó un papel en la iglesia, prometiendo que cualquier hijo nacido de este matrimonio sería criado como católico.
Él simplemente rechazó la idea de que creciera creyendo en cualquier deidad o fe y, de hecho, comenzó a burlarse no solo de mis creencias sino del mismo Dios.
Programé una cita con un sacerdote que yo conocía de muchos años atrás, con la esperanza de que pudiera guiarme en este tema. Él me dio cierto consuelo, pero sentí que no se tomó el asunto con la seriedad con que yo lo veía. Él parecía más preocupado por salvar mi matrimonio que por la fe de mi hija. No podía comprender el dolor que sentía cada vez que escuchaba a mi esposo maldecir o burlarse de Dios. Tampoco entendía lo devastador que eso podía ser para mi hija, quien definitivamente recibiría un mensaje horriblemente mezclado a medida que crecía. Me temía que llegaría el día en que mi esposo pudiera evitar que alguno de nosotros fuera a la iglesia.
De algún modo, nuestra conversación giró en otra dirección, y comenzamos a debatir sobre los principios del catolicismo. Aunque no la recuerdo ahora, le hice una pregunta acerca de la Trinidad. Recibí la respuesta estándar: tres dioses en una persona divina. Cuando presioné más la cuestión, el sacerdote se agitó mucho y me informó que, si necesitaba hacer preguntas como esa, era porque de hecho yo no tenía fe.
Si bien ahora puedo entender su reacción (que se debió al hecho de que él no tenía una buena explicación para este "misterio"), en ese momento me impactó y me dolió. Sentí como si hubiera sido literalmente excomulgada. Con una pregunta inocente y el deseo de acercarme a Dios, había sido considerada una persona condenada, sin fe en lo absoluto.
Salí rápidamente y pensé largo y tendido acerca de los comentarios del sacerdote. Simplemente me negué a aceptar su opinión sobre mí. Sabía que era una persona de mucha fe y mucha confianza en Dios, y nadie me convencería de lo contrario. Pero, desde ese momento, ya no me consideré católica. Había demasiada agitación en la iglesia en esa época, y la gente estaba abandonando la religión en masa. Aunque nunca me imaginé ser una de ellos, de repente lo fui.
Sin mirar atrás, fui en busca de la verdad. Traté brevemente de leer y estudiar la Biblia, un libro del que en realidad tenía poco conocimiento. Los católicos se centran más en el catecismo de la iglesia que en la lectura de la Biblia. Me pareció que la Biblia era difícil de entender, inconexa, y con poca guía sobre cómo debía vivir mi vida diaria. A mí me pareció más como un libro de cuentos.
Con la esperanza de estar equivocada, contacté a la iglesia cristiana local y pregunté si me podía unir a sus clases de religión. Mi primer encuentro con ellos fue el último. Ellos eran evangélicos y se enfocaban mucho en "hablar en lenguas" y recibir el "regalo" del Espíritu Santo. Eso era demasiado para mí. Necesitaba una religión que pudiera mantener constantemente en mi corazón, no solo algo que tuviera que conjurar con espíritus y lenguas muertas.
Luego comencé a estudiar el judaísmo que, según se me había dicho siempre, era la "verdadera" y primera religión de la humanidad. Pronto me encontré excluida de ese club debido a que no había nacido de madre judía. Aunque existía la posibilidad de convertirme al judaísmo, en muchos aspectos no sería aceptada por los propios judíos, en especial por los ortodoxos. Además, esa creencia de los judíos de ser el "pueblo elegido de Dios" me preocupó seriamente; yo no podía imaginar a un Dios que hubiera hecho Su religión disponible solo para aquellos que hubieran nacido en él y que después, a pesar de sus obras buenas o malas, serían las únicas personas admitidas en el Cielo, solo con base en un derecho de nacimiento. Eso no me parecía justo, y estaba segura de que Dios es justo.
Y así comenzó un torbellino de estudios de toda religión que pude encontrar: hinduismo, budismo, taoísmo, confucianismo, Hare Krishna… Las estudié todas y las rechacé cada vez con más rapidez. Miré en todas, excepto en el Islam, ni siquiera sabía que existía.
Y entiendo la razón por la cual Al‑lah me permitió investigar primero las otras religiones. Así, cuando finalmente encontré el Islam, estaba 100% segura de que era la única religión verdadera.
En esa época yo estaba muy deprimida. Estaba en medio de un proceso de divorcio y permanecía en casa cuidando a mi abuelo enfermo. Mi querida abuela, mi mejor amiga en todo el mundo y la única madre verdadera que conocí, había muerto repentinamente el invierno anterior, y mi madre no estaba interesada en mi búsqueda de la iluminación. Me sentía muy sola.
Estaba tratando de hacer malabarismo para volver a la universidad de tiempo completo, una hija activa, un padre enfermo, las labores domésticas y, lo peor de todo, mi distanciamiento de Dios. Ya no tenía creencias, solo la seguridad de que Dios existe. Yo era una pizarra en blanco. Toda noción anterior de Dios fue borrada, con excepción de la certeza de Su existencia, y con base solo en eso, Le oraba continuamente y siempre Le rogaba que me diera Su guía.
Durante un período agonizante de unos cuantos meses, traté de pensar de manera lógica en mi viaje para encontrar a Dios. Si había un Dios, razoné, con seguridad Él tiene Su forma única y propia en la que Él quiere que Lo conozcamos. Una manera en la que podemos adorarlo realmente y conectarnos con él, a la vez que Lo hacemos una parte constante de nuestra vida diaria, y no solo algo que podemos tomar una vez a la semana y luego alejarlo de la memoria.
Pero, por encima de todo, en mi mente me dije a mí misma: "Un Dios, una manera". Todas esas religiones proclamaban a Dios, pero con caminos muy distintos. Pero yo no podía aceptar que hubiera ningún camino hacia Dios sino uno solo, y solo necesitaba encontrar ese único camino.
Iman Yusuf, excatólica, Estados Unidos (parte 2 de 4)
Descripción: Encontrando una gran verdad en su vida por la misericordia del Señor Glorioso.
- Por Iman Yusuf
- Publicado 23 Jan 2017
- Última modificación 23 Jan 2017
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Además, deduje que el camino de Dios tenía que ser para toda la humanidad en todas las épocas. Nadie es especial, nadie es elegido y nadie es excluido. Ni los que vivimos ahora ni quienes vivieron antes que nosotros ni los que vendrán después.
No podía creer en un Dios Misericordioso si Él no había hecho que Su religión fuera conocida por la humanidad desde el inicio de los tiempos. De alguna manera, al comienzo, desde la creación de Adán, yo sabía que tenía que haber un "secreto"; algo que yo me había perdido desde el inicio mismo era la clave de todo.
Hubo problemas en mi familia, mi hermano menor era alcohólico, era mentalmente inestable y tenía ataques de ira. Mi madre, sin embargo, siempre se puso de su lado y nunca lo confrontó, eso me estresaba mucho. Tuve que dejar la universidad porque no podía concentrarme en mis estudios.
También odiaba tener que dejar a mi hija en la guardería para asistir a clases, quería cuidar de ella tiempo completo. La salud de mi abuelo se agravaba a diario; una mañana, después que mi madre salió a trabajar, incendió su silla al tirar un cigarrillo encendido entre los cojines. Creí que estaba soñando cuando escuché el zumbido de la alarma de humo, ni siquiera el olor acre del humo me despertó. Fueron los gritos de mi hija llamándome desde su cuarto, "mamá, mamá", lo que por fin me despertó y me hizo levantar.
Abrí la puerta de mi habitación y encontré toda la casa llena de humo. Agarré a mi hija de su cuna, desperté a mi hermano y salimos de la casa. Los bomberos llegaron, pero para entonces mi hermano ya había sacado la silla ardiendo al patio. Para eso, tuvo que quitar primero a mi abuelo del camino, ya que estaba sentado en el piso frente a la silla tratando de apagar el fuego golpeándola con una vara. Era obvio que mi abuelo necesitaba más supervisión de la que ninguno de nosotros le podía brindar.
Fue en ese momento que mi madre comenzó a pensar seriamente en ponerlo en un asilo para ancianos. De ese modo, además, mis "servicios" ya no serían necesarios, así que ella me dijo, en términos inequívocos, que tendría que mudarme. No había espacio para mí y mi hija en su vida.
Sin mi abuelo por quien preocuparse, y con mi hermano borracho la mayor parte del tiempo, mi madre podía ahora tener más tiempo de intimidad con su novio. Ella sentía que era su momento de "vivir la vida como siempre había querido".
Yo estaba anonadada. Mi esposo y yo seguíamos en proceso de divorcio, no podía obtener de él pagos de bienestar mientras siguiera casada. Si lo intentaba, ellos habrían ido tras él primero por la manutención de los hijos, de lo que yo no había visto un céntimo.
Me amenazó con que, si lo demandaba por la manutención de los hijos, él lucharía por la custodia de nuestra hija. Su amante estaba detrás de él, exhortándolo. Yo no sabía cómo sobreviviría sin un trabajo, y eso significaba volver a poner a mi niña en una guardería. Era una agonía sentirme tan sola y sin ninguna solución a la vista. Comencé a sentir que yo era la única persona sana en medio de toda esa locura, aunque incluso eso llegué a cuestionarlo.
Me sentía como una clavija cuadrara martillada en un agujero redondo. Simplemente no parecía encajar en la familia después de la muerte de mi abuela, y poco a poco fui sacada de ella por completo. En mi desesperación, acudí nuevamente a Dios rogándole por soluciones a mis problemas.
Un día me encontré sola en la casa, mi hija estaba con su padre y mi madre y hermano habían salido. En el silencio de mi habitación, sentí una urgencia muy fuerte de rezar. Pero, ¿cómo? Me paré en medio de mi habitación sin saber por dónde comenzar, me quedé como escuchando, tratando de hallar alguna guía para el simple asunto de cómo rezar. Entonces me llegó la idea de que, para hablar con Dios, debía estar limpia. Como si hubiera sido controlada por una fuerza superior a mí, me dirigí al baño y tomé una ducha de pies a cabeza.
De regreso a mi habitación, me paré nuevamente esperando que algo (o alguien) me dijera qué hacer a continuación. De nuevo, fui guiada hacia la respuesta: sentí la necesidad de cubrirme por completo. Vestir una túnica de manga larga hasta los tobillos no era suficiente, sentí que debía cubrir mi cabello también. Envolví mi cabeza con una bufanda larga y me miré al espejo, sintiéndome extrañamente cómoda con mi apariencia. Y aunque aún no tenía idea de lo que era un musulmán ni cómo se vestían, yo básicamente estaba vistiendo un hiyab. Cualquiera que conociera el Islam habría pensado que yo era una musulmana preparándome para la oración. Pero en ese momento, gloria a Dios, yo todavía no sabía nada sobre el Islam.
Así que ahí estaba, vestida para la oración sin tener ni idea qué hacer en seguida. Me paré mirando hacia la ventana y me quedé allí, mirando hacia afuera en ese día soleado. ¿Qué hacer ahora? No quería arrodillarme, eso era lo que hacía en la iglesia, sentí que tenía que humillarme ante Él, quería estar en una posición de completa sumisión ante mi Creador (tengan en mente esa palabra, sumisión, es importante). La única idea en mi mente era ponerme bocabajo en el suelo.
Una vez más, evocaba imágenes de la iglesia, cuando los aspirantes a sacerdotes y monjas toman sus votos tirados bocabajo en el suelo, con los brazos extendidos a sus lados, básicamente formando una cruz. Por mucho que quisiera humillarme por completo frente a mi Creador, no tenía idea de cómo hacerlo.
Finalmente, me vino a la mente la idea de que debía ponerme de rodillas y luego poner mi rostro contra el suelo. Antes de hacer eso, me di cuenta de que el suelo no estaba completamente limpio; a pesar de que mi habitación estaba limpia, sentí la necesidad de prosternarme sobre algo que supiera que estaba puro. A mi lado, sobre la cuna de mi hija, había una pequeña manta que le había hecho para su cochecito. Después me di cuenta de que tenía el tamaño justo de un tapete islámico de oración. ¡Y estaba recién lavada! Así que tomé la manta y la puse delante de mí sobre la alfombra.
Asombrosamente, más tarde me enteraría de que esa era precisamente la dirección hacia la Kaaba, la dirección hacia la cual los musulmanes se dirigen durante la oración. Satisfecha de que todo estaba bien, me arrodillé y luego bajé mi parte superior hacia mis manos y puse mi rostro sobre el suelo. Mis ojos se llenan de lágrimas y un escalofrío recorre mi cuerpo cuando recuerdo ese día. Me veo en esa habitación, en esa posición, y veo que estaba vestida de forma apropiada, rezando como musulmana. Subhán Al-lah, lejos está Dios de toda imperfección, ¡cuán Misericordioso ha sido Dios al guiarme de esta manera!
En esa posición, sintiéndome finalmente conectada con Dios, lloré y Le rogué una y otra vez que me mostrara la forma en que Él quería que yo creyera… La forma en que Él quería que yo viviera. Las lágrimas no se detuvieron. Finalmente sentí como si hubiera encontrado una verdad suprema ese día. Solo necesitaba llenar los espacios en blanco. Y gracias a la guía y la misericordia de mi Señor Glorioso, pronto encontraría las respuestas.
Ya que mi madre todavía estaba considerando un asilo para mi abuelo, yo estaba obligada a buscar un nuevo lugar donde vivir. El día de acción de gracias se acercaba y yo todavía estaba en la casa.
Iman Yusuf, excatólica, Estados Unidos (parte 3 de 4)
Descripción: Las fases de cuestionamiento le abrieron las puertas a la religión verdadera.
- Por Iman Yusuf
- Publicado 30 Jan 2017
- Última modificación 30 Jan 2017
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Mi madre estaba muy ocupada con los preparativos de la celebración y, de alguna manera, en el exterior los días pasaban pacíficamente, pero en mi mente no olvidaba ni por un instante mi búsqueda para encontrar mi religión.
Después del Día de Acción de Gracias, comenzó la ronda usual de fiestas de Navidad, y una amiga me invitó a una reunión de estudiantes universitarios en un restaurante local. Éramos un grupo grande, y en la cena resulté sentada junto a un hombre de Nigeria, que estaba haciendo su grado doctoral en la Universidad de Pittsburgh.
Yo estaba fascinada con su forma de vestir (un traje nativo nigeriano), con su cabeza cubierta en lo que parecía una versión más grande de un yarmulke judío. Tenía una cara amable y una sonrisa brillante, y comenzamos a hablar sobre los estudios.
Cuando llegó el momento de ordenar la cena, le pregunté si podía ayudarle con el menú: "No como cerdo ni alcohol", me explicó, y yo asentí de buen agrado. Después de ordenar nuestros alimentos, le pregunté por qué no consumía cerdo ni alcohol, "debido a mi religión", me respondió sonriendo. "¿Y qué religión es esa?", me pregunté en voz alta; "soy musulmán", contestó.
Las luces, las campanas y los silbidos se apagaron en mi cabeza. Esa era una religión de la que jamás había escuchado, estaba ansiosa de saber más. Ya había buscado y estudiado todas las creencias bajo el Sol, sabía exactamente qué preguntar: "Dime, por favor, si no te incomoda, ¿cuál es la principal creencia de tu religión? ¿Cuál es ese punto único que describe de la mejor forma tu religión?". Sin dudarlo un instante, sonrió de nuevo y me dijo: "Creemos que solo hay Un Único Dios. Dios no es parte de una trinidad ni tiene hijos. Tampoco tiene asociados ni copartícipes. Dios es Uno y Único".
Sonaba muy simple, y yo no tenía problema con eso. Le dije que eso tenía sentido para mí, y me sonrió de nuevo. Entonces le pregunté cómo veía a las mujeres su religión. ¿Cuál es su estatus según sus creencias? Habiendo sufrido como mujer en una sociedad donde mi religión proporcionaba poca guía (o respeto) a las mujeres, contuve el aliento esperando su respuesta. ¡Quería escuchar algo que me satisficiera!
Una vez más, él tenía una respuesta rápida: "Las mujeres en el Islam son iguales a los hombres. Ellas tienen básicamente el mismo estatus y obligaciones que los hombres, y también tienen las mismas recompensas y castigos. Sin embargo, ser iguales no significa que seamos lo mismo. Hombres y mujeres fuimos creados de manera diferente uno del otro. Somos iguales pero distintos".
Quería saber cómo se manifestaban esas diferencias. Me respondió: "Por ejemplo, en el matrimonio, mientras una mujer musulmana tiene muchos derechos (quizás más que el hombre) para que se le proporcione todo lo que necesita, ella también debe obedecer a su marido". "¿Obedecer al esposo? Mmmmm. ¿Qué significa eso?". Él comenzó a reír, estaba claro que ya había estado en esa situación antes. Me explicó con paciencia: "Significa que, si hay que tomar una decisión por el bien del matrimonio o de la familia, si bien el esposo debe consultar a su esposa y conocer su opinión, la decisión final es de él. Míralo de este modo: si un matrimonio es un barco navegando en el mar, el barco solo puede tener un capitán que es el responsable último del bienestar de la embarcación. Un barco con dos capitanes se hundirá".
Se acomodó en su silla y esperó mi respuesta. No podía pensar en ningún argumento contra lo que me había dicho, tenía sentido para mí. Siempre sentí, en lo profundo de mi ser, que el esposo debe tener la responsabilidad última para con la familia. Estaba complacida (más que complacida, en realidad), y la felicidad lentamente se convirtió en júbilo a medida que le hacía más preguntas y me entusiasmaba más con el Islam.
Todo lo que me dijo tenía sentido. Y en medio de la alegría y paz extremas que sentía, también me pregunté: ¿Cómo es que nunca conocí el Islam antes? Subhán Al‑lah, todo ocurre en el tiempo de Dios.
Le pregunté cómo podía aprender más acerca de esta religión, y él amablemente se ofreció a ponerme en contacto con los musulmanes de su mezquita, quienes me darían un Corán y responderían todas mis preguntas. Tomó mi número telefónico y prometió llamarme. Yo estaba extática, ¡no podía esperar! Era viernes, 3 de diciembre de 1982.
El siguiente lunes por la mañana me encontré en los escalones de la biblioteca local, esperando a que abriera. Tomé todos los libros que encontré sobre el Islam, que tristemente eran pocos en aquella época, y no todos eran muy precisos, pero no me di cuenta de ello en ese momento.
Cuando abrí el primer libro, la introducción comenzaba diciendo: "El Islam es la sumisión a la Voluntad de Dios…". ¡Increíble! Ahí estaba la palabra "sumisión", exactamente la palabra que yo había utilizado antes de saber nada al respecto. Solo sabía que se requiere una sumisión total a Dios si se quiere obtener paz. En ese mismo instante supe que había encontrado la verdad. Devoré los libros y esperé impaciente a que Áhmad (el hombre nigeriano) me contactara de nuevo, y él cumplió su palabra.
Me dio el número telefónico de la mezquita y un nombre de contacto. Temblando de emoción, marqué el número rogando que alguien me contestara. Y alguien lo hizo. El hombre que contestó mi llamada dijo, con cierto acento extranjero, que la persona por la que yo preguntaba no se encontraba en el momento. Sin temor, le expliqué que estaba muy interesada en aprender más sobre el Islam. De inmediato me dio la bienvenida y me dio la dirección de la mezquita, invitándome a ir enseguida a hablar con él y recibir una copia del Corán. Yo estaba emocionada más allá de las palabras. Hice una cita para más tarde ese mismo día, y con mi hija nos preparamos ansiosamente para asistir a la reunión.
Ahora me río al pensar en mí misma ese día. Quería tener la mejor apariencia, así que me puse un traje de pantalón, ricé mi cabello, me apliqué maquillaje y perfume, y vestí a mi nena de un año con su traje más lindo.
Sabía que nos embarcaríamos en una nueva vida. Mi hija y yo, juntas, ¡éramos un equipo! Cuando llegué y entré al edificio, la primera persona con que me encontré fue una mujer musulmana que vestía niqab, la encontré exóticamente foránea y hermosa, le dije que tenía cita con un hombre llamado Abdul Hamid.
Ella me invitó cordialmente hacia una escalera. "Él se encuentra en la oficina arriba de las escaleras", me dijo en perfecto inglés, lo que me sorprendió. Todavía me faltaba aprender que el Islam no es una religión "extranjera", sino que es la religión de mayor crecimiento en todo el mundo. Había muchas cosas que todavía desconocía, pero una cosa sí tenía por cierta, estaba segura de estar en el camino correcto.
Cuando entré a la oficina, todas las cabezas voltearon hacia mí, y entonces, todas las miradas bajaron. Nadie me miró a los ojos. ¡Pero todos comenzaron a sonreír! Sonrisas cálidas, felices y sinceras.
Iman Yusuf, excatólica, Estados Unidos (parte 4 de 4)
Descripción: Cómo le llegó la guía en los primeros días de haber abrazado el Islam.
- Por Iman Yusuf
- Publicado 30 Jan 2017
- Última modificación 30 Jan 2017
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Un hombre caminó hacia mí, hablando en un idioma extraño. Después supe que había dicho "ma sha Al-lah, ma sha Al-lah", mientras se acercaba y tomaba a mi hija de mis brazos. "¡Qué hermosa es!", exclamó, y procedió a presentársela a los otros hombres.
Por alguna razón no sentí miedo de que esta persona extraña tomara a mi hija. Él la sentó sobre un escritorio y le entregó lapiceros, lápices y una grapadora (todo lo que creyó que pudiera divertirla, mientras reía y trataba de hacerla hablar). Los demás se reunieron alrededor de ella, y finalmente Abdul Hamid vino a saludarme. Le ofrecí mi mano, pero fingió no verla (yo todavía tenía mucho que aprender acerca de la etiqueta islámica entre los dos sexos) y comenzó a preguntarme cómo había descubierto el Islam. Le hablé un poco acerca de Áhmad el nigeriano, y él procedió a explicarme las bases del Islam.
Pasó por lo menos una hora, luego me entregó una copia del Corán y me pidió que la llevara a casa y tomara una ducha antes de abrirla, de inmediato, accedí. Me dijo que pronto sería el momento de la oración, así que debía prepararse para ella. Le di las gracias, pero tenía una última petición: quería observar la oración. Habiendo estado casada con un ateo, por alguna razón estaba muy interesada en observar cómo rezaba este hombre. Siempre sentí que un hombre no es un hombre de verdad a menos que Le orara a Dios.
Abdul Hamid me dijo que podía observar la oración desde la parte trasera de la mezquita, pero que por favor no hiciera ningún sonido. Le agradecí de nuevo y bajé las escaleras para ubicarme atrás en un lugar vacío decorado solo con hermosas y exuberantes alfombras y un nicho en la pared. Ese nicho, aprendí, marcaba la dirección de la oración.
Mientras observaba a los hombres entrar, me sorprendió un fuerte sonido, era el llamado a la oración. ¡Al‑lahu ákbar, Al‑lahu ákbar! Mientras lo escuchaba, era como si corriera agua helada por mis venas, como si todo mi ser fuera despertado por aquel fuerte y magnífico llamado. Aunque no entendía una sola palabra, sentía que me hablaba directamente. Mis ojos se llenaron de lágrimas y comencé a temblar, crucé mis brazos y me abracé a mí misma, en un intento por calentarme y calmarme.
Las lágrimas fluyeron mientras observaba cómo los hombres se inclinaban por primera vez, y luego se prosternaban en oración, justo como yo lo había hecho hacía mucho tiempo en aquel día soleado en mi habitación. Estaba asombrada, estaba emocionada más allá de las palabras. Más que eso, ¡estaba en casa!
Durante las siguientes semanas, conocí más musulmanes en la mezquita y tomé lecciones de Islam. Comencé a coser ropa islámica para mí, aunque solo la usaba en mi dormitorio cuando trataba de rezar sola.
Comencé a cambiar, dejé de beber alcohol y me negué a comer cerdo. Mi personalidad cambió, me volví más tranquila y calmada, estaba en paz. Mi madre me preguntó sobre el cambio en mí, creía que estaba deprimida, "ya no te ríes", me dijo. Traté de explicarle que estaba muy feliz, solo que de una manera más tranquila.
Finalmente, hallé el valor de contarle sobre el Islam. Incluso le mostré las ropas que había hecho y le modelé un traje. Se puso furiosa, odió esa ropa de inmediato. Mi madre siempre fue una mujer que vive a la moda, ridiculizó la simplicidad de mi ropa y el hecho de que era suelta, pensaba que parecían simples sacos. Sus comentarios desagradables me lastimaron, pero no pudieron disuadirme. Nada me separaría del Islam.
Mi última Navidad antes de decir mi Shahada fue una pesadilla. Incluso en aquella época, yo sabía que esa era la forma en que Al‑lah me sacaba de la oscuridad de las falsas creencias, sin que me quedaran buenos recuerdos de ella. Aún así, fueron tiempos difíciles.
Mi madre estaba enojada conmigo por no participar en la festividad, y mi hermano, borracho como siempre, destruyó algunas de mis pertenencias en un ataque de rabia, e incluso amenazó con matarme.
Anteriormente, había entrado a mi habitación y me había visto vestida con ropas islámicas. A pesar de no ser religioso (ni siquiera iba a la iglesia), también estaba furioso con respecto a mi decisión de hacerme musulmana. Mientras más se enfurecía, más segura estaba de estar haciendo lo correcto. Simplemente no quería seguir viviendo las vidas que ellos llevaban.
Después de unos meses, hice mi testimonio de fe. Un viernes por la noche, en primavera, me hice musulmana. De forma agradecida y humilde, acepté el regalo del Islam.
Mi madre me insistió en que me fuera de la casa. Pero Al‑lah, en Su infinita misericordia, había dispuesto un hogar para mí. En la noche en que hice mi Shahada, un egipcio que atestiguó mi conversión me propuso matrimonio.
Mi walí (guardián), el hombre que había tomado a mi hija de mis brazos en mi primera visita a la mezquita, pidió mi opinión. Lo único que me interesaba era que fuera un buen creyente, y mi walí ya había comprobado que lo era.
En apenas diez días ya me había casado y estaba viviendo con mi hija en un nuevo hogar con mi nuevo esposo. Él crio a mi hija como si fuera suya y, Alhamdulil‑lah, tuvimos dos hijos después de eso.
Ya han pasado 26 años desde que fui bendecida para llevar mi vida como musulmana. Los años han pasado muy rápido, no siempre han sido fáciles, pero han sido bendecidos.
Al‑lah pone a prueba a quienes ama, pero Él dice en el Corán: "Con la dificultad viene la facilidad", y se ha demostrado que es cierto.
Entre tanto, mi madre (que se separó de mí durante muchos años) está viviendo ahora conmigo en un país musulmán y viste el hiyab voluntariamente. Tengo esperanzas de que también aceptará el Islam pronto, in sha Al‑lah (si Dios quiere).
A pesar de los tiempos difíciles, no puedo imaginarme viviendo mi vida de otro modo. Agradezco a Al‑lah por cada día de misericordia, de Su guía, y por este viaje milagroso de la oscuridad a la luz del Islam.
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