Michael Wolfe, Periodista, USA

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Descripción: El ganador del premio Wilbur de 2003 por el mejor libro religioso del año, autor y poeta y en el “Nightline” de Ted Koppel documentando la Peregrinación, Michael Wolfe describe lo que lo motivó a aceptar el Islam

  • Por Michael Wolfe
  • Publicado 22 Sep 2008
  • Última modificación 22 Sep 2008
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Michael_Wolfe_001.jpgDespués de veinticinco años como escritor en Norte América, necesitaba algo que suavice mi cinismo. Estaba en búsqueda de nuevos puntos de vista. La manera en la que uno es criado establece ciertas necesidades en este departamento. Desde un antecedente pluralista, naturalmente me concentré en temas de racismo y libertad. Luego, a los veinte, viví en África tres años. En esos tiempos, que fueron formativos para mi, compartí con negros de diferentes tribus, con árabes, bereberes, hasta incluso europeos, musulmanes. A la larga estas personas no compartieron la obsesión occidental con la raza y la categoría social. En otros encuentros, ser raramente de color, no era algo importante. Fue bienvenido primero y juzgado luego. Por el contrario, los europeos y norteamericanos, incluidos muchos que no piensan racialmente, automáticamente clasifican a las personas en razas. Los musulmanes clasificaban a las personas por su fe y sus acciones. Encontré que esto era refrescante y trascendente. Malcolm X vio la salvación de su Nación en ella. “Norte América necesita comprender el Islam”, escribió, “porque esta es una religión que elimina de la sociedad la problemática de la segregación racial”.

Buscaba una ruta de escape, también, desde los términos de la cultura materialista. Necesitaba acceso a una dimensión espiritual, pero los caminos convencionales que conocía estaban cerrados. Mi padre había sido judío; mi madre cristiana. Por mi origen mestizo, tenía el pie en dos campamentos religiosos. Las dos eran indudablemente profundos. Sin embargo, la que enfatiza a una persona elegida es insoportable para mí; mientras que la otra, basada en un misterio me repelía. Un siglo atrás, el nombre de mi tátara-abuela había sido colocado en la iglesia de Cristo en Hamilton, Ohio. A los veinte, eso no significaba nada para mí.

Estos eran los términos de mi vida. Más sabía ahora, mas recordaba mis experiencias musulmanas en África. Después de dos viajes a Marruecos, en 1981 y 1985, llegué a sentir que África, el continente, no tenía nada que ver con la vida balanceada que encontré allí. No era después de todo un continente, ni tampoco una institución. Estaba buscando un marco con el cual poder vivir, un vocabulario de conceptos espirituales aplicable a la vida que estaba viviendo ahora. No quería “intercambiar” mi cultura. Quiero acceso a nuevos significados

Después de una cena en el Atlántico fui a lavarme al baño. En mi ausencia un quórum de Hasidim se aliñó para rezar en la puerta. Cuando terminé, estaban demasiado inmersos como para verme. Saliendo del baño, no sabía que hacer. No podía pasar por allí.

Solo pude quedarme allí parado en el hall, a espaldas de la congregación. Sostenían libros de plegaria del tamaño de la palma de la mano, apretando los textos en sus pechos. De a poco el movimiento fue errático, como una suave roca rodando. Observe desde la puerta del baño hasta que finalizaron, y me dirigí a mi asiento.

Aterrizamos juntos mas tarde en Bruselas. Abordando, encontré un diario en Yiddish en una bandeja de comida. Cuando el avión despegó de Marruecos, ya no estaban.

No quiero decir que mi vida durante este periodo fue un gran diseño. Al principio, en 1981, fui llevado por la curiosidad y el apetito de viajar. Mi lugar favorito, cuando tuviese el dinero, era Marruecos. Cuando no podía viajar, me conformaba con libros. Esta fascinación me contactó con grandiosos escritores llevados a lo exótico, autores capaces de oraciones como esta, de Freya Stark:

“El encanto perpetuo de Arabia es que el viajero encuentra su nivel simplemente como un ser humano; la franqueza de las personas, moral para el sentimental o pedante, como las virtudes menos complicadas; y lo agradable que podría ser el ser uno mismo, creo, que suma a las cinco razones de viajar de Sayyid Abdulla, el vigilante: “dejar los problemas detrás; ganarse la vida; adquirir conocimiento; practicar los buenos modales y conocer hombres honorables”.

No tenía una lista de demandas, pero tenía una idea justa de lo que buscaba. La religión que quería tendría que ser a la metafísica lo que la metafísica es a la ciencia. No sería reducido por un estrecho racionalismo o tráfico misterioso para satisfacer a los sacerdotes. No tendría que tener sacerdotes, ni separación entre  lo natural y lo sagrado. No tendría que haber guerra con la carne, si lo podía evitar. El sexo debía ser natural, no una maldición para la especie humana, finalmente quería una rutina espiritual para afilar los sentidos y disciplinar la mente. Sobre todo, quería claridad y libertad. No quería intercambiar la razón simplemente para ser encajado con el dogma.

Más aprendía acerca del Islam, más se parecía a lo que buscaba.

La mayoría de los occidentales educados que conocía en ese momento consideraban cualquier clima religioso con sospecha. Clasificaban a la religión como manipulación política, o la disminuían como concepto medieval, proyectando en ella nociones del pasado europeo.

No fue difícil encontrar la fuente de sus opiniones. Miles de años de historia occidental nos habían dejado muchas razones para arrepentirnos de un camino que nos llevaba a la ignorancia y la matanza. Desde la Cruzada de los Niños y la Inquisición a las transformaciones de la fe del nazismo y el comunismo durante nuestro siglo, países enteros han sido agotados por la creencia. El miedo de Nietzsche que el moderno estado de nación se convierta en un sustituto de la religión, ha probado ser cierto. Nuestro siglo, me parece, estaba terminando en una era más allá de la creencia, que habitaban los creyentes así como también los agnósticos.

Sin importar la iglesia a la que pertenecieses, el humanismo secular es el aire que respiran los occidentales, la lente por la que miramos. Como cualquier punto de vista mundial, este punto de vista es persuasivo y transparente. Forma  la base de nuestra identificación con la democracia y la búsqueda de la libertad de todas las incontables y cautivadoras maneras. Inmersos en nuestras preocupaciones, uno podría olvidarse fácilmente que existen otras formas de existencia en el mismo planeta.

En el momento de mi viaje, por ejemplo, 650 millones de musulmanes con una representación mayoritaria de cuarenta y cuatro países se adhirieron a las enseñanzas formales del Islam. Además unos 400 millones más vivían como minorías en Europa, Asia y las Américas. Asistido por economías postcoloniales, el Islam se convirtió en unos treinta años en una gran fe en Europa occidental. De las más grandes religiones del mundo, el Islam sólo estaba sumando su página.

Mis amigos politizados estaban consternados con mi nuevo interés. Todos confundían universalmente al Islam con las maquinaciones de media docena de tiranos del mediano oriente. Los libros que leían, las noticias que transmitían representaban la fe como un conjunto de funciones políticas. Casi nada se decía de su práctica espiritual. Me gustaría citarles a Mae West: “Cuando tomas a la religión en broma, las risas son para ti”.

Históricamente, un musulmán ve al Islam como la expresión final, madura de una religión original que viene de Adán. Es decididamente monoteísta como el judaísmo, a cuyos mayores profetas el Islam reverencia como eslabones en una progresiva cadena, que culmina con Jesús y Muhammad, que Dios les de paz. Esencialmente un mensaje de renovación, el Islam ha hecho su parte en el mundo para devolver la olvidada dulzura a millones de personas. Su libro, el Corán, hizo que Goethe remarque: “Ven, esta enseñanza nunca falla; con todos nuestros sistemas, no podemos ir, y hablando en general ningún hombre puede ir mas allá”.

El Islam tradicional se expresa a través de la práctica de cinco pilares. Declarar la fe, la oración, la caridad, y el ayuno como actividades que se deben repetir a lo largo de la vida. Si las condiciones lo permiten, a cada musulmán se le suma además la peregrinación a la Meca una vez en la vida. El término árabe para este quinto rito es Hayy. Los eruditos relatan al mundo el concepto de ‘qasd’, “aspiración” y a la noción del hombre y de la mujer como viajeros en la tierra. En las religiones del occidente, la peregrinación es una tradición de vestigio, un extraño concepto folclórico comúnmente reducido a metáfora. Entre los musulmanes, por otro lado, el Hayy encarna una vital experiencia para millones de nuevos peregrinos cada año. A pesar del contenido moderno de sus vidas, permanece como un acto de obediencia, una profesión de creencia, y la visible expresión de una comunidad espiritual. Para la mayoría de los musulmanes el Hayy es la meta principal, el viaje de la vida.

Convertido, sentí la obligación de ir a la Meca. Adicto al viaje no podía imaginar una meta más placentera.

El ayuno anual de Ramadán que dura un mes precede al Hayy unos cien días. Estos dos ritos forman un período de intensa consciencia de la sociedad musulmana. Quería darle utilidad a este período. Había leído acerca del Islam; concurrí a Mezquitas cercanas a mi hogar en California; había comenzado una práctica. Ahora quería profundizar lo que estaba aprendiendo al sumergirme en una religión donde el Islam inculca cada aspecto de la existencia.

Planeé comenzar en Marruecos, porque conocía bien ese país y porque seguía un Islam tradicionalista y era estable. El último lugar donde quería comenzar era en el agua estancada llena de sectarios escandalosos. Quería remar en el amplia, calma agua de la corriente.

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