Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 6 de 6)
Descripción: La búsqueda de la verdad de un filósofo y escritor, enfrentado a una lucha interna constante por armonizar creencia y acción. Parte 6: Una semilla da fruto.
- Por Gai Eaton
- Publicado 09 Jul 2012
- Última modificación 09 Jul 2012
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Necesitaba un refugio. Me había enamorado de Jamaica, si acaso es posible enamorarse de un lugar, y odiaba Egipto simplemente porque no era Jamaica. ¿Dónde estaban mis montañas azules, mi mar tropical, mis hermosas muchachas de las indias occidentales? ¿Cómo podía haber dejado el único lugar que había sentido como mi hogar? Pero eso no era todo, ni mucho menos. No sólo había dejado un lugar sino también una persona, una joven sin la que la vida ahora me parecía vacía y sin razón. Aprendí lo que realmente significa la palabra “obsesión,” una lección dolorosa pero útil para aquellos que tratan de entenderse a sí mismos y a los demás. Nada en mi vida anterior tenía valor alguno, la realidad era mi necesidad de la única persona que ocupaba mis pensamientos mañana y noche y que estaba siempre en mis sueños. Cuando, en el cumplimiento de mis funciones, leía poesía romántica en voz alta a mis alumnos, las lágrimas corrían por mis mejillas y ellos se decían unos a otros: “¡He aquí un inglés con corazón! Pensábamos que todos los ingleses eran fríos como el hielo.”
Estos estudiantes, en particular un pequeño grupo de cinco o seis, también eran un refugio. Odiaba a Egipto por estar a 1.300 kilómetros de donde quería estar, pero amaba a estos jóvenes egipcios. Me regocijaba en su calidez, su apertura y la confianza que depositaban en mí para que les enseñara lo que necesitaban saber, y pronto comencé a amar su fe, puesto que estos jóvenes eran buenos musulmanes. No tuve más dudas. Si alguna vez hallaba posible el comprometerme con una religión —encerrarme a mí mismo en una religión—, esta no podía ser otra sino el Islam. ¡Pero aún no! Pensaba en la oración de San Agustín: “Señor, hazme casto, pero aún no,” a sabiendas que a lo largo de los siglos otros jóvenes, pensando que tenían un océano de tiempo ante ellos, habían orado por la castidad o la piedad o una mejor forma de vida, pero con la misma reserva, y muchos habrán sido llevados por la muerte en ese mismo estado.
Si las cosas hubieran seguido así, nunca hubiera superado mis dudas. Con la intención de aceptar eventualmente el Islam, podría haber pospuesto el acto decisivo año tras año y continuar diciendo “aún no,” mientras la vejez me llegara. Pero las cosas no siguieron igual. El anhelo por Jamaica y por esa persona no disminuyó sino que creció conforme pasaron los meses, como si se alimentara a sí mismo. Me desperté una mañana dándome cuenta que lo único que me impedía regresar a la isla era la falta de dinero. Hice averiguaciones y descubrí que si viajaba en la cubierta de un barco a vapor, podía hacer el viaje por £70. Estaba seguro que podía ahorrar esa suma para el final del período universitario, y mi vida se transformó de nuevo. Sabiendo que mi fuga estaba cerca, pude incluso comenzar a disfrutar de El Cairo. Pero una pregunta demandaba ahora una repuesta firme, y la respuesta no podía ser pospuesta más tiempo. La oportunidad de ingresar al Islam probablemente no volvería a presentarse. Ante mí había una puerta abierta. Pensé que, si no la cruzaba, esa puerta se cerraría para siempre. Sin embargo, yo sabía qué clase de vida tendría en Jamaica y dudaba si tendría la fuerza de carácter para vivir como musulmán en ese entorno.
Tomé una decisión que podría, por buenas razones, parecer chocante a la mayoría de la gente, no sólo a mis amigos musulmanes. Decidí —como una autoimposición— “sembrar una semilla” en mi corazón, y aceptar el Islam con la esperanza de que la semilla germinaría un día y se convertiría en una planta saludable. No voy a ofrecer excusas por esto, y no le echaré la culpa a nadie si me acusa de falta de sinceridad y de tener falsas intenciones. Pero es posible que estén subestimando la capacidad de Dios para perdonar la debilidad humana y Su poder para hacer crecer y fructificar una planta a partir de una semilla sembrada en tierra estéril. En cualquier caso, estaba bajo una especie de compulsión y sabía lo que debía hacer. Visité a Martin Lings, le conté mi historia y le pedí que tomara mi Shahadah, en otras palabras, que aceptara mi Testimonio de Fe. Aunque reacio en un comienzo, lo hizo. Lleno de miedo pero también alegre, oré por primera vez en mi vida. Al día siguiente, ya que era Ramadán, ayuné, algo nunca hubiera imaginado que haría. Poco después les di la noticia a mis alumnos de último año y su alegría fue como un cálido abrazo. Yo había pensado que estaba cerca de ellos, pero ahora entendía que siempre había habido una barrera entre nosotros. Ahora la barrera había caído y yo era aceptado como su hermano. En las siguientes seis semanas que quedaban antes de mi partida secreta (no le había dicho a mi jefe de departamento que me iba) uno de ellos me visitó a diario para enseñarme Corán. Miré mi reflejo en el espejo. El rostro era el mismo, pero detrás había una persona distinta. ¡Yo era musulmán! Aún en estado de asombro, me embarqué en Alejandría y navegué hacia un futuro incierto.
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