Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 5 de 6)

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Descripción: La búsqueda de la verdad de un filósofo y escritor, enfrentado a una lucha interna constante por armonizar creencia y acción. Parte 5: Un trabajo en El Cairo.

  • Por Gai Eaton
  • Publicado 02 Jul 2012
  • Última modificación 02 Jul 2012
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Pobre Mejor

Él tenía razón, y enfrenté, como lo había hecho en el caso de Leo Myers y en muchas otras ocasiones desde entonces, las contradicciones extraordinarias en la naturaleza humana y, sobre todo, el abismo que a menudo separa al escritor poniendo sus ideas por escrito del mismo hombre en su vida personal. Considerando que el objetivo del Islam es alcanzar un balance perfecto entre los diferentes elementos en la personalidad para que trabajen juntos en armonía, apuntando en la misma dirección y siguiendo el mismo camino, es común encontrar en occidente personas que están completamente fuera de balance, habiendo desarrollado sólo una parte de ellos a expensas de las demás. A veces me he preguntado si escribir o hablar sobre la sabiduría no es un sustituto de alcanzarla. No es exactamente el caso de la hipocresía (aunque el dicho “¡médico, cúrate a ti mismo!” aplica) ya que esta gente es completamente sincera en lo que escribe o dice, de hecho ello quizás expresa lo mejor de ellos, pero no pueden vivirlo.

Después de dos años y medio regresé a Inglaterra por motivos familiares. Entre aquellos que me habían escrito después de leer mi libro había dos hombres muy versados en los escritos de Guenón que los habían llevado hacia el Islam...  Me reuní con ellos.  Me dijeron que yo podía lo que, obviamente, estaba buscando, no en India ni en China, sino cerca a mi casa y dentro de la tradición abrahámica. Me preguntaron si tenía intenciones de comenzar a practicar lo que predicaba y buscar un “camino espiritual.” Para ese momento, me sugirieron amablemente pero con firmeza, que pensara en incorporar a mi propia vida lo que ya sabía en teoría. Respondí cortésmente pero con evasivas, que no tenía intenciones de seguir su consejo hasta que fuera mucho mayor y ya hubiera agotado las posibilidades de la aventura mundana. Sin embargo, comencé a leer sobre el Islam con un interés creciente.

Este interés suscitó la desaprobación de mi mejor amigo quien había estado trabajando en Oriente Medio y había desarrollado un fuerte prejuicio contra el Islam. La noción de que esta dura religión tenía una dimensión espiritual le parecía absurda. Era, me aseguró, nada más que un formalismo exterior, una obediencia ciega a prohibiciones irracionales, oraciones repetitivas, fanatismo estrecho e hipocresía. Me contó historias de prácticas musulmanas que, pensó, me convencerían. Recuerdo en particular el caso que mencionó de una joven que murió dolorosamente en es hospital, quien había reunido todas sus fuerzas para ponerse en pie y mover la cama de hierro de modo que pudiera morir mirando hacia La Meca. Mi amigo enfermaba con la idea de que ella había aumentado su propio sufrimiento sólo por una “estúpida superstición.” Para mí, por el contrario, esta parecía una historia extraordinaria. Me maravillé con la fe de esta mujer, tan distante de cualquier estado mental que yo pudiera imaginar.

Mientras tanto, yo no encontraba trabajo y estaba viviendo en pobreza. Apliqué prácticamente a todo trabajo que veía anunciado, incluyendo el puesto de profesor adjunto en literatura inglesa en la Universidad de El Cairo. Pensé que esto era una tontería o algo así. Me había graduado en historia en Cambridge y no sabía nada de la literatura anterior al siglo XIX. ¿Cómo iban a considerar darle el empleo a alguien tan poco calificado? Pero lo consideraron y me contrataron. En octubre de 1950, cuando tenía 29 años de edad, me fui a El Cairo en el momento en que mi interés por el Islam se estaba arraigando.

Entre mis colegas había un musulmán inglés, Martin Lings, quien hizo su hogar en Egipto. Era amigo de Guenón, y también era amigo de los dos hombres con los que había hablado en Londres, y era diferente a todas las personas que había conocido hasta el momento. Era la encarnación viva de todo aquello que no había sido más que teorías en mi mente, y supe que había conocido finalmente a alguien de una sola pieza, alguien entero y consistente. Vivía en una casa tradicional a las afueras de la ciudad y visitarlo a él y a su esposa, como hice prácticamente todas las semanas, era salir de la ruidosa agitación de El Cairo y entrar en un refugio atemporal en el que lo interior y lo exterior no estaban separados y en donde las supuestas realidades del mundo a las que estaba acostumbrado, tenían apenas una existencia sombría.

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