Sana, excristiana, Egipto (parte 1 de 2): Preguntas de la infancia
Descripción: Una muchacha cristiana tradicional comienza a cuestionar aspectos de su fe y lee el Corán.
- Por Sana
- Publicado 12 Aug 2013
- Última modificación 12 Aug 2013
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Sana es una joven cristiana egipcia a la que Dios guio hacia la verdadera religión después de un viaje de dudas y fatiga. Ella narra su propia historia así:
Crecí como cualquier otra chica cristiana egipcia… una cristiana fanática. Mis padres se preocuparon mucho por mi vida religiosa. Solían llevarme con ellos todos los domingos a la iglesia a besar la mano del sacerdote y realizar las oraciones con ellos. A menudo lo escuché enseñar a la congregación el credo de la Trinidad y asegurarles por todos los medios que cualquier cosa que sea una persona, si no es cristiana, nunca sería aceptada por Dios, puesto que, como afirmaba el sacerdote, es considerada como infiel y atea.
Como cualquier otro niño, solía escuchar al sacerdote sin comprender completamente, y tan pronto como salía de la iglesia, me apresuraba a jugar de nuevo con mi amiga musulmana. La infancia no conoce de esa hostilidad que los sacerdotes implantan en los corazones de la gente. Después que crecí un poco más, ingresé a la escuela primaria. Comencé a hacer más amigos entre mis compañeros de clase. En la escuela, observé de cerca los buenos méritos de mis compañeros musulmanes. Ellos me trataron como a una hermana. Nunca consideraron la diferencia entre nosotros en la religión. Más tarde, entendí que el Noble Corán exhorta a los musulmanes a tratar a los no musulmanes que no los combaten, con amabilidad, de modo que puedan convertirse al Islam y salvarse de la infidelidad. Dios Todopoderoso afirma en el Sagrado Corán:
“Dios no les prohíbe hacer el bien y tratar con justicia a quienes no los han combatido por causa de la religión ni los han expulsado de sus hogares, porque Dios ama a los que actúan con justicia”. (Corán 60:8)
Tenía una amistad particularmente fuerte con una de mis amigas musulmanas. Permanecíamos juntas todo el tiempo excepto en clase de religión, cuando yo y las otras pupilas cristianas íbamos a estudiar los principios del cristianismo. Quería hacerle a mi profesora esta pregunta: Según la creencia cristiana, ¿los musulmanes pueden ser considerados incrédulos, a pesar de tener un carácter tan grandioso y bueno y de ser tan fáciles de tratar? Pero no me atrevía a formular la pregunta por temor a despertar su ira. Hasta que un día, por fin lo hice. Mi pregunta la sorprendió, pero ella procuró reprimir su ira con una sonrisa falsa, y dijo: “Aún eres joven, no has entendido la vida todavía. No debes engañarte con esos asuntos tan simples que ocultan la verdadera naturaleza malvada de los musulmanes. Los mayores sabemos mejor de esto”. Me mantuve en silencio, pero no estaba convencida de que su respuesta hubiera sido objetiva ni lógica.
El tiempo pasó y la familia de mi querida amiga musulmana tuvo que trasladarse de nuestra ciudad, Suez, a El Cairo. Ese día lloramos mucho por nuestra separación, e intercambiamos correspondencia y regalos. Mi amiga no pudo encontrar un presente para expresarme mejor sus fuertes sentimientos que una copia del Noble Corán guardada en una caja ricamente decorada. Me dijo: “Pienso que es un presente precioso como símbolo de nuestra amistad y como recordatorio de nuestros días juntas. No encontré nada mejor que este Sagrado Corán, que contiene las palabras de Dios”. Acepté su regalo con gratitud y alegría. Lo escondí de mi familia, que no aceptaría que su hija tuviera semejante libro. Después que mi amiga musulmana me dejó, sacaba el Sagrado Corán y lo besaba cada vez que escuchaba el llamado para las oraciones de los musulmanes. Solía hacer esto mientras miraba alrededor, temerosa de que algún miembro de mi familia me viera y por consiguiente me metiera en problemas.
Pasó más tiempo, y me casé con un diácono que trabajaba en la Iglesia de la Virgen María. Llevé conmigo mis cosas, incluyendo el Sagrado Corán, por supuesto. Lo mantuve oculto de los ojos de mi esposo. Viví con él como cualquier otra esposa sincera y leal de Oriente. Tuve tres hijos y un trabajo en la Oficina General de la Gobernación. Allí me encontré con algunas colegas musulmanas que usaban el velo, quienes me recordaban a mi mejor amiga. Cada vez que escuchaba la voz del almuecín llamando a los musulmanes a la oración desde la mezquita cercana, tenía un sentimiento inexplicable en lo profundo de mi corazón, a la vez que seguía siendo no musulmana y esposa de una persona que trabajaba en la iglesia.
Pasaron los días, y como vecina y colega de musulmanas piadosas de gran carácter, comencé a pensar sobre la veracidad del Islam. Comparé lo que había escuchado en la iglesia acerca del Islam y de los musulmanes, con lo que había visto y sentido yo misma. Comencé a reconocer la verdad del Islam. Aproveché la ausencia de mi esposo para escuchar algunos programas de radio y televisión sobre el Islam, en un intento por hallar respuestas a las muchas preguntas que agobiaban mi mente. Estaba fascinada con la recitación del Noble Corán hecha por los Shaij Muhammad Rifat y Abdul Basit Abdus Samad. Cuando escuchaba su recitación, sentía que ese no podía ser el discurso de un ser humano, sino que tenía que ser revelación divina.
Un día, mientras mi esposo estaba en el trabajo, abrí mi armario y con las manos temblorosas, saqué mi precioso tesoro, el Noble Corán. Tan pronto como lo abrí, mis ojos fueron cautivados por el versículo en el que Dios Todopoderoso dice:
“El ejemplo [de la creación] de Jesús ante Dios es como el de Adán, a quien creó del barro y luego le dijo: ‘¡Sea!’, y fue”. (Corán 3:59)
Sana, excristiana, Egipto (parte 2 de 2): El poder del Corán
Descripción: Una muchacha cristiana tradicional encuentra respuestas a sus preguntas en el Corán, pero enfrenta muchas dificultades por parte de sus amigos y familiares después de su conversión.
- Por Sana
- Publicado 12 Aug 2013
- Última modificación 12 Aug 2013
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Mis manos temblaban más y más y mi rostro sudaba. Sentí un escalofrío por todo mi cuerpo. Estaba sorprendida con esa sensación. Había escuchado el Noble Corán a menudo en las calles, en la televisión y la radio, y en las casas de mis amigas musulmanas, pero nunca había tenido ese sentimiento antes. Quería seguir leyendo, pero me detuve al escuchar el sonido de la llave de mi esposo en la cerradura. Al día siguiente, fui a trabajar con una gran cantidad de preguntas en mi cabeza. El versículo que leí puso final a la duda inquietante sobre la naturaleza de Jesús, la paz sea con él. ¿Él es el Hijo de Dios, como afirman los sacerdotes? —¡Glorificado sea Dios [Exaltado sea] por encima de todo [el mal] que Le asocian!— ¿O es un Profeta digno como se describe en el Corán? El versículo vino a levantar la niebla, al declarar que Jesús, la paz sea con él, es un ser humano. Por lo tanto, no es el Hijo de Dios, puesto que Dios Todopoderoso:
“No engendró ni fue engendrado. Y no hay nada ni nadie que sea semejante a Él”. (Corán 112:3-4)
Pensé profundamente acerca de lo que debía hacer después de conocer la verdad eterna de que no existe divinidad merecedora de adoración sino solo Dios, y que Muhammad es Su Mensajero. ¿Podía declarar mi adopción del Islam? ¿Cuál sería la reacción y la actitud de mis parientes y de mi esposo? Por otra parte, ¿cuál sería el futuro de mis hijos? Estas preguntas preocupaban mi mente tanto que difícilmente podía cumplir con mi trabajo. Tomar el primer paso quizás me expondría a grandes peligros, el menor de ellos ser asesinada por mi familia, mi esposo o mi iglesia.
Durante semanas me alejé de la gente. Mis colegas solían verme como una empleada activa. Desde el día en que abrí el Noble Corán, difícilmente podía trabajar. Finalmente, el día esperado llegó. Ese día, me deshice de todas mis dudas y temores, y pasé de la oscuridad de la incredulidad a la luz de la fe. Mientras estaba sentada en mi trabajo ese día, pensando sobre lo que había decidido hacer, escuché el llamado a la oración invitando a los musulmanes a reunirse con su Señor y realizar la oración del Duhur. La voz del almuecín penetró profundamente en mi alma. Sentí el alivio espiritual que estaba buscando. En ese momento me di cuenta de la gravedad de mi pecado de incredulidad, ignorando el gran llamado del Iman (fe) dentro de mí. Y entonces, sin dudar, me levanté declarando: “Atestiguo que no existe divinidad digna de adoración sino solo Dios y que Muhammad es Su Mensajero”.
Completamente estupefactos, mis colegas se lanzaron hacia mí con lágrimas de felicidad en sus mejillas para felicitarme. Mi repuesta fue echarme a llorar, pidiéndole a Dios que me perdonara y que estuviera complacido conmigo. La noticia se divulgó en la Oficina General de la Gobernación. Cuando mis colegas cristianos escucharon la noticia, voluntariamente les informaron a mi familia y a mi esposo. También comenzaron a esparcir rumores sobre mí respecto a las razones directas de mi decisión. No le puse atención a esto. Lo más importante para mí era anunciar mi Islam oficialmente. Fui a la Central de la Policía y terminé oficialmente el asunto (como hace en Egipto quien se convierte al Islam). Regresé a mi casa para descubrir que tan pronto como mi esposo escuchó la noticia, se reunió con mis parientes, quemaron toda mi ropa y se apoderaron de todo el dinero, la joyería y los muebles que poseía. Eso me dolió. Pero lo que más me dolió fue que alejaron de mí a mis hijos. Mi esposo hizo esto para obligarme a regresar a la oscuridad de la infidelidad. Sentía mucho lo de mis hijos y temía que si eran criados en las iglesias acabarían creyendo en la Trinidad, y terminarían en el Infierno junto con su padre.
Le supliqué a Dios para que me devolviera a mis hijos de modo que pudiera criarlos islámicamente. Dios me respondió. Un caballero musulmán me mostró cómo reclamar la custodia de mis hijos. Fui a la corte a poner el caso frente a un juez y presenté mi certificado de declaración de mi Islam. La corte apoyó la verdad. El juez invitó oficialmente a mi esposo y le dio dos opciones: O aceptaba el Islam, o el estatus marital entre nosotros dos terminaría de acuerdo a la legislación islámica: no se permite a una mujer musulmana casarse con un hombre que no sea musulmán. Mi esposo eligió arrogantemente no aceptar la religión verdadera. Como resultado, el juez hizo su declaración de separarnos y me dio el derecho de la custodia de mis hijos. En tal caso, cuando los niños son menores de la edad de la razón, la ley designa al padre musulmán como custodio.
Creí que mis problemas habían terminado. Sin embargo, estaba molesta por el maltrato de mi exesposo y de mis parientes. Ellos comenzaron a difundir rumores para destruir mi reputación y difamarme. Trataron también de convencer a otras familias musulmanas de no ayudarme ni socializar conmigo. A pesar de todas esas molestas circunstancias, me mantuve fuerte, apegada a mi fe y superando cada prueba que quería sacarme de la religión verdadera. Elevé mis manos en súplica a Dios, el Dueño de la Tierra y de los cielos, pidiéndole que me diera fuerza para enfrentar estas dificultades y que facilitara mi vida. Dios, el Más Generoso, me respondió. Una viuda musulmana que tenía cuatro hijas y un hijo, simpatizó conmigo y admiró mi actitud valiente. A pesar de que era pobre, tenía un gran carácter y me ofreció a su único hijo, Muhammad, quien había enviudado también, para casarme con él.
Hoy día vivo feliz con mi esposo musulmán, su familia y mis hijos. A pesar de la dura vida que llevamos, me siento contenta, satisfecha y feliz. La hostilidad de mi exesposo y de mi familia cristiana no me impide suplicar continuamente a Dios para que los guíe hacia la religión verdadera, y para que les muestre Su misericordia, tal como hizo conmigo.
Y para Dios nada es duro ni difícil.
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